En la presentación de Las Tenerías en Cuéllar

Intervención mía

 

 

PRESENTACION DE “LOS QUE NO CUENTAN” EN CUELLAR

20 Agosto de 1015

 

 

SALUDOS Y AGRACEDIMIENTOS

 

 

            A estas alturas del acto, cuando ya seguramente los que han hablado antes que yo han dicho del libro cosas buenas, incluso muy buenas, que para eso son amigos, esas cosas que yo mismo no me hubiera atrevido a decirlas por pudor, me toca tosa el turno de intentar poner un broche a todo esto, procurando ahuyentar los humos  y deciros algo del libro en los términos en que lo haría con amigos en la sobremesa entrañable de un almuerzo de bodega.

 

            Escribir es mi oficio. Puede que haya tardado demasiados años en darme cuenta, pero parece que a estas alturas de mi vida, ya no le cabe duda a nadie que poco a poco y cabalgando una pasión endemoniada, he llegado a ser, valga lo que valga lo conseguido, un escritor de novelas.

 

            Hoy os he traído en primicia la última, pero antes de referirme a ella quiero daros el dato de que la terminé de escribir hace ahora exactamente un año y que desde entonces mi cabeza ha estado en otras cosas. Junto a la alegría de verla nominada para el Nadal, lo que significaba que, como los niños de los pobres, venía con un chusco bajo el brazo, he pasado seis meses zarandeado por los médicos que, como puestos de acuerdo para amargarme la vida, se han estado empeñando en convencerme de que a partir de ahora me toca ver los toros desde el burladero. Debo deciros, para horror de mis allegados, que no lo han conseguido. Me han quitado la sal de las comidas, que es casi como la sal de la vida, me han quitado los cigarrillos americanos, en cuyo humo he encontrado la inspiración casi siempre, me han quitado tres arrobas, que debo decir las doy por bien perdidas, pero me han puesto píldoras de colores sospechosos, quieren obligarme a andar cada día tres kilómetros sin necesidad de tener que dirigirme a parte algunas y lo peor de todo, han puesto a mi gente de su parte y les han convencido de que me tienen que llevar atado corto, vigilándome con celo de carceleros para que no cometa el mínimo desmán ni el menor exceso. Lo cierto es que hubo un momento en que me di por bien jodido. Pero encontré un rayo de luz en las tinieblas. No se si porque, en medio de tantas prohibiciones, se les pasó a los galenos o porque no existen argumentos científicos que lo avalen, es lo cierto que no se les ocurrió prohibirme el vino. “Eso sí, me dijo un de ellos, cuyo aspecto a todas luces requería más que yo aplicarse a sí mismo la receta, eso si, sin excesos”. “No se preocupe, doctor, le respondí convencido”. Ocultándole que para mí, cualquier cantidad de vino, la que sea, jamás resulta excesiva”. Y en esas estamos, toreando como se puede a este toro avisado que es la vida, pero en la arena. Si tengo que ver los toros desde el burladero, casi, y digo casi, prefiero que me saquen de la plaza por la enfermería.

 Y aquí estamos de nuevo en la faena, recibiendo a porta gayola los primeros capítulos de mi nueva novela. Se titulará “La sombra de las acacias” y tratará, como el resto de mis libros, de las cosas de la vida.

Me he permitido este largo preámbulo en un intento de dejaros claro que el libro que presentamos hoy yo ya lo veo con alguna distancia. Lo que no necesariamente es malo. Lo abro, leo párrafos sueltos y, a pesar de una extraña sensación de que ese texto ya no es solo mío, me sigo viendo entre las páginas. Son cuatrocientas y casi dos años de trabajo. Pero no es ni mucho menos la misma sensación mirar a los personajes cuando están creciendo que cuando ya cabalgan solos por la vida en letra impresa. A pesar de todo, los reconozco jóvenes, frescos, intemporales, igual que hace dos años siguen estando vigentes ahora.

Y es que la horda de los que no cuentan existía muchos siglos antes de que a mi se me ocurriera esta novela, existía en los años en que transcurre la historia, existe ahora mismo sin apenas mutaciones, lo podemos ver a poco que nos fijemos, y me temo que, sino no se da el milagro de una revolución superlativa que permita a los sobrevivientes empezar de nuevo, va a seguir, hasta el final de los tiempos, existiendo. 

Recuerdo en este momento las horas de reflexión sobre la forma en que se debería escribir una historia de los que no cuentan. Una forma podía ser la asepsia descriptiva con la que un experto sociólogo se aproxima al fenómeno de la exclusión social y nos da unos datos y unas cifras que tal vez nos conmuevan. Enseguida descarté la opción, eso no era lo mío. Me planteé entonces un libro de denuncia, un ejercicio solidario que destapara lo injusto de las desigualdades y mostrara, para vergüenza del mundo, el oprobio al que el sistema condena sin remisión a millones de seres humanos. Y lo intenté, pero enseguida me di cuenta que se me cerraban los caminos, que la aparente solidaridad carecía de cercanía. Hasta que un día di con la clave. Lo tenía delante  y no me había dado cuenta de la forma literaria adecuada para enfocar el tema era, como casi siempre que uno escribe, la autobiografía. Ese día supe que, del mismo modo que para Flaubert, madame Bobary era él, la horda de los parias era la mía, que yo era uno más de los excluidos, que el libro que tenía que escribir no tenía que ser un acto solidario hacia terceros sino un ejercicio de pura y feroz defensa propia. Tenía que escribir para defender mi dignidad y para que, desde mi condición de paria, todo el mundo supiera que no me rendía. De ese modo, todos los personajes serían yo y todas sus palabras, las mías. En definitiva, y como casi siempre, debajo de toda obra literaria se esconde, a más o menos profundidad, la propia y personal biografía.

Yo soy el manco aragonés que acarreaba de niño los serillos de bombas a la columna Ascaso. Yo soy el vagabundo que se mueve en los límites de la razón y soy su perra Canela. Yo soy el viejo banderillero al que le han robado el alma las ausencias. Yo soy la vieja puta que, hace años retirada, mendiga a la puerta de la iglesia. Yo soy el chaval de los trabajos precarios que cree que el mundo va a cambiar desde las acampadas de Sol y las asambleas de barrio. Yo soy un desahuciado. Soy el minero jubilado y marchito que encuentra un rayo de luz a su vejez ayudando a formar una comuna de yayoflautas en una vieja fábrica abandonada. Yo soy el joven periodista sin trabajo, sin futuro, sin amor, sin aliento y sin esperanza. Yo soy la joven activista antisistema que sueña con reducir a escombros el Valle de los Caidos y las tumbas que alberga. Yo soy todos y cada uno de cuantos personajes les acompañan.

Un crítico sagaz ha definido el libro como una historia coral sin caer en la cuenta de que el hecho de que el Coro haga una novela coral no es más que una sencilla y simplona redundancia.

¿Cómo se ha estructurado la narración, qué tiempos se ofrecen al lector para enmarcar la acción, cómo esa acción se sostiene con personajes y diálogos entre ellos, cómo expresa el escritor la gama de sentimientos o percepciones de los personajes? Creo que al lector normal maldito lo que eso le interesa. Eso tal vez interese a algunos críticos o estudiosos, pero me temo que en ambos casos, para contestar a esas preguntas se bastan ellos.

Queda el hecho del lenguaje, lo que otros llaman estilo, de lo que no me resisto a decir un par de cosas. Desde que Barthes dejó dicho en los años setenta que no hay pensamiento sin lenguaje, la forma pasó a ser la primera y última instancia del hecho literario. También habló del compromiso del escritor y de la ética de la escritura. Nadie sospechoso de carcamal como era García Márquez, cuando le preguntaron por el compromiso del escritor, dijo que él era un escritor absolutamente comprometido y que su compromiso consistía en tratar de escribir mejor cada día. Yo soy de esa escuela. Y tengo el siguiente lema: que lo perfecto no desdibuje lo bello y que lo bello nos reconcilie con las ideas.

Creo que ya me estoy enrollando demasiado y esto se está haciendo tal vez demasiado largo. Me temo que esta impudicia de enseñaros la cocina después de ofreceros el plato pueda haber sido contraproducente. Me han enseñado cocinas que han tenido el efecto de quitarme el apetito de inmediato.

Espero que este no sea el caso.

Y para terminar, permitidme una osadía. En otras ocasiones, al presentar un libro mío me he limitado a ponéroslo delante. Esta vez voy a permitirme, encarecidamente, recomendarlo.

 

 

 

 

Intervención de Pablo Quevedo

 

Buenas tardes:

 

Amigo José Luis, siento defraudarte.

 

Me confías la presentación de tu último hijo literario, pensando que puedo ser persona idónea para exaltar tus virtudes. Y, sin embargo, me dispongo a contarte las verdades del barquero.

 

La primera verdad es que en Cuéllar tienes muy buenos amigos, pero también algunos de tus más exacerbados enemigos.

 

A raíz de la selección de tu libro como finalista del Premio Nadal de este año, proclamabas tu orgullo de ser cuellarano y decías sentir el caluroso aliento de tus paisanos, con la dulce sensación de ser querido y apoyado.

 

Pero como dice un amigo mío, en Cuéllar lo que hay es mucha mala hostia. Y algunos canalizan parte de esa mala hostia hacia tu persona. Te marcaron aquel día que te presentaste en el programa La Clave de José Luis Balbín hace más de 30 años cuando te colgaron un sambenito que arrastras desde entonces.

 

Tu condición ácrata y libertaria reporta más antipatías que simpatías en esta Castilla todavía demasiado conservadora y reacia a los cambios.

 

Estarás pensando: vaya propaganda que me hace éste, así no vendo un libro. Hombre, espero que los amigos no fallen. Y, en cuanto a los enemigos, a lo mejor así conseguimos que alguno se acerque a ver qué dice este facineroso anarquista antisistema.

 

En el fondo, no se dan cuenta de que eres un cacho de pan, aunque duro de roer. Porque hay que tener una conciencia solidaria y unos firmes principios para poner cara y dar voz a los fracasados, a la tropa de la desventura, a los curtidos adalides de la desdicha urbana, a la chusma astrosa, a los habitantes del extrarradio de todos los sistemas, a los ignorados, en definitiva, a los que no cuentan.

En todos los libros de Coronado podemos entrever retazos de su vida, de sus ideales, de sus sueños y de su pensamiento. No sé si éste puede ser el más autobiográfico, pero sí se encuentran algunas de las confesiones que supuran más rabia frente a este injusto mundo que nos ha tocado vivir.

 

Esa frase que uno de los personajes del libro repite como un mantra ¡Es que son unos cabrones!, sin llegar nunca a desvelar a qué cabrones se refiere, revela la desazón y la impotencia frente a este orden impuesto que tantas desigualdades provoca. ¡Es que son unos cabrones!, y aunque no terminamos de ubicarlos del todo, sí sabemos que tienen que ser muchos y que además tienen que ser de los que mandan.

 

Todo el libro refleja el gran desastre que muchos no llegamos a entender provocado porque ha estallado, o se ha pinchado, o ha reventado de improviso una cosa que los periódicos llaman la burbuja inmobiliaria.

 

En este escenario, pululan las vidas paralelas de personajes desdichados, pero en los que se atisba un aura de dignidad: el solitario y melancólico Sergio y su inseparable Canela, Samuel el Maño, líder de los desarraigados, sus compañeros de mesa y mantel como son la Domi, Braulio y Emilio, Pedro Mayo, el eterno aspirante a periodista, la joven soñadora y genuina luchadora antisistema Julia, además del valiente Dani, Santiago el noble fontanero, el amante Tano o el otrora afamado don Matías Salazar. Todos ellos, de corazón no ajeno del todo a la ternura, podrían conformar el club de los silenciosos y faltos de cariño.

 

En este libro, José Luis González Coronado lleva hasta el límite el mejor realismo crítico y se consolida como uno de los grandes cronistas de la realidad social, política, económica y cultural de este país, una facultad que ya exhibió en su obra El Tagarote, poniendo en el espejo al Madrid de los 80.

 

 

 

Hay quien compara o ve ciertas similitudes entre Los que no cuentan de Coronado con En la orilla del recientemente fallecido Rafael Chirbes, libro que fue Premio Nacional de Narrativa y de la Crítica el pasado año.

 

Ambos cuentan de manera magistral historias de vidas derrotadas y de sueños rotos. Ambos libros suponen un latigazo que conmueve hasta lo más hondo a quienes nos hemos acomodado en el estado del bienestar.

 

Pero Coronado no es un recién llegado, un paracaidista que aterriza en el yermo campo de la crítica social. Nos encontramos ante un escalón más en su estado de furia y rebelión ante tanta injusticia y desigualdad, agravado por una crisis de la que, en todo caso, ninguno de los protagonistas es culpable. Lo que ocurre es que cuando se rompe la cuerda, siempre se rompe por la parte más débil. Y en este país, se trata muy malamente a los que no tienen nada.

 

Las alusiones en el libro a la actualidad del país son constantes. Y ni siquiera los medios de comunicación se libran de la crítica más feroz: “Estos de los periódicos, ya se sabe que son unos vendidos... ponen siempre lo que interesa a los que mandan”.

 

Y, claro está, no podía faltar la alusión al poder financiero: “No hay derecho que llevemos dos años metiendo pasta a los bancos, que son los máximos culpables de que estemos como estamos. Si están quebrados, que se jodan... que eso les pasa por haber sido sumamente avaros”.

 

Las manifestaciones en la Puerta del Sol y el movimiento del 15-M también están presentes sin salvarse de la quema: “Si toda esa panda de vagos, hijos de papá, tienen inquietudes sociales, no sé por qué cojones no votan a los partidos de izquierdas. Si en vez de tanto campamento y tanta hostia, hubieran ido a votar en las elecciones, lo mismo Rajoy no habría llegado a la Moncloa”.

 

Bien podría ser Los que no cuentan libro de cabecera para Pablo Iglesias, Monedero y todos los hijos de estas pequeñas revoluciones surgidas del hastío político y de la extendida corrupción.

 

En un republicano convencido como es Coronado y en un libro en el que no se deja títere con cabeza, la Monarquía no podía quedar impune, en la persona de Juan Carlos el Borbón, y el caso Urdangarín: “Que no me jodan, o sea que el abuelo no se enteraba. Venga ya. En esta mierda está pringado hasta el gato de la Zarzuela. ¿O no le salía al rey de ojo lo bien que le marchaban las cosas a la nena?”. Y ese sueño parece estar al alcance de la mano: “A mí me parece que este asunto del yerno bonito es el primer aldabonazo con el que la tercera república está llamando a la puerta. En palacio pintan bastos, Su Majestad, el rey está envidando y más antes que después se lo va a terminar llevando la trampa”. La sentencia está dictada: “Por mí ya pueden ir preparando el barco en Cartagena”.

 

Y al republicanismo se une el anticlericalismo, para que ningún estamento de esta cadena que nos tiene atados y bien atados en este feudalismo del siglo XXI quede libre de pecado: “Ya va siendo hora de denunciar alto y claro los privilegios de la Iglesia. Es una fina y sutil ironía de la iglesia Católica cuando dice que no tiene privilegios, sino exenciones fiscales, y luego está una larga lista de bicocas como la educación, el patrimonio artístico o la ocupación de la calle cuando lo consideran oportuno”.

 

Y, como en la Biblia, Coronado también mete el dedo en la llaga en boca de la antisistema: “Me revienta la doble moral del clero en el aspecto sexual: por un lado condenan la libertad sexual como pecado y por otro las prácticas de abusos a menores por muchos curas son múltiples y encubiertas por los obispos y los cardenales. No es menos conocida, aunque no lo suficientemente denunciada, la participación y encubrimiento de miembros del clero en la desaparición de recién nacidos”.

 

Pero Coronado atiza a lo que viene de un lado y al extremismo contrario: “Vosotros seréis ateos y librepensadores, pero actuáis como putos ayatolás”. Y dice verdades como templos: El enemigo está bien claro, el creyente no es el adversario, sino la jerarquía que se aprovecha de él y usa las creencias como herramientas de opresión e imposición.

 

Con esa sutileza que solo Coronado es capaz de manejar, el autor no deja lugar para la autocomplacencia y reconoce que el oficio de escribir está más indicado para los que nacimos haraganes (y me incluyo) que para los iluminados con talento. Y dentro de este oficio maldito de domador de verbos, encontramos esa plaga bíblica, esa carcoma maléfica de ese vitriolo sarcástico que constituyen los críticos profesionales.

 

Toda esta filosofía de vida que expulsa Coronado desde lo más profundo de sus entrañas está envuelta en un halo estilístico de quien sabe domar el verbo con una facilidad envidiable. Los que no cuentan es el espectáculo de la literatura pura y dura, de la buena. Recuperamos al Coronado definidor de espacios: “el tronco pelado del gran pino seco que, como un espectro insólito, erguía su cadáver gris desde hacía mucho tiempo en el centro del patio”, el Coronado que describe la fisonomía del marginado: “abundaban los rostros abotargados y enrojecidos por la erosión del vino, casi todos roncos, desdentados, greñudos, enfermos de todas las dolencias, estampas disímiles entre sí pero con la marca común del desahucio absoluto y la indigencia extrema”.

 

O cuando nos lo plantea con toda su crudeza: “Bajo la carpa desapacible del cielo ausente, aquella tropa de la desventura mezclaba sus hedores en silencio, arracimándose como una plaga sucia, extravagante, dispareja, dentro de la cual, arrastraban sus fardeles multicolores lo más curtidos adalides de la desdicha humana”.

 

Me llaman especialmente la atención las miradas de los protagonistas del libro, quizás será porque los ojos no pueden engañar.

Esa mirada de Sergio dispersada alrededor, una mirada que no tiene afán de inspección, ni conmiseración, ni sentimiento de carencia, tampoco beneplácito, ni conformidad. Sergio miraba por costumbre, de una forma pasiva, dócil, diríase que doméstica. Y también podía comprobar cada mañana ante el espejo, cómo su mirada iba perdiendo luz, cómo se iba haciendo más atenuada y menos vivaz y cómo la erosión de la vida iba poniendo en sus ojos un poso de tristeza que parecía cada vez más una mueca amarga.

 

Y estos desheredados vuelven su mirada hacia el interior umbrío y silencioso de su propia alma, con miradas rendidas y estragadas. Y en momentos en los que debían enfrentarse al espejo de la desdicha, “ni siquiera se miraban entre ellos, perdida la vista, ni siquiera miraban”.

 

Y un sueño que de buena tinta sé que a Coronado le viene persiguiendo desde que empezó a escribir y a publicar: “Qué lejos ya aquella noche insomne viendo con los ojos cerrados cómo las rotativas repetían su nombre millares de veces al pie de un artículo que le habían consentido firmar”.

 

Y otro sueño que persigue a los que no cuentan, el de mirar y no ver nada, o las miradas de humo de tagarotes, sablistas y tunantes que forman parte de su colección de muertos vivientes.

 

Aparte de personajes, miradas y literatura, el libro tiene trama, un interés que se sostiene a medida que avanzan las páginas y que nos obliga a bebernos las palabras sin apenas respiración.

 

No voy a desentrañar nada de la trama, pero voy a despellejar una de las anécdotas que Coronado pone en boca de uno de los protagonistas del libro y que ocurrió en realidad. La Domi, que vive de la limosna que recibe como mendiga titular a la puerta de la parroquia de Santa Engracia, recibe un día de nieve la ayuda de un amigo taxista que la acerca en su vehículo hasta la iglesia. Mientras se apea del taxi, la Domi ve venir a doña Irene, la cual le suelta aquello de “hay que ver los tiempos, a pedir y en taxi”, a lo que la Domi estuvo a punto de decirla: “Para que vea usted, tía puta, si me correrá prisa su limosna de mierda”.

 

Si me permites, amigo Coronado, revelaré el secreto de que esta situación le ocurrió hace años a un mendigo de Peñafiel, a quien conocían con el nombre de Patacabra, cuando un amigo taxista le acercó también un mal día de nieve al vecino pueblo de Curiel de Duero, donde uno de los vecinos le espetó lo de “a pedir y en taxi”, a lo que el mendigo respondió “para que vea usted la prisa que me corre”.

 

El libro no nos permite mirar hacia otro lado. Desde el principio hasta la última página el lenguaje es duro, desgarrador, como la vida misma de sus protagonistas, a quienes todo se lo ha llevado la trampa, cobijados en una aureola de desánimo, desolación y desarraigo, enfrentados a una abrupta soledad con toda la aspereza de una intemperie hostil y devastada. Porque, como dice uno de los personajes, ser pobre no solo es una desgracia, es una vergüenza.

 

Sólo nos podemos permitir muecas que simulan una sonrisa en pasajes muy puntuales, como cuando se dice que “de siempre se ha sabido que todos los del toro sois de derechas”, o aquello de “sepa usted, renacuajo, que a los maños nos empiezan a crecer los pelos de los huevos en el vientre materno”.

 

 

 

 

 

Decía Julio Llamazares del recordado cantautor Javier Krahe: “Javier fue un juglar moderno y, más que un compositor de canciones, un poeta de la noche y de la vida”. Coronado, con el código ácrata por bandera, es un poeta de una noche que ha conocido muy bien y de una vida en la que ha dado todo, un poeta que de vez en cuando nos aguijonea el corazón para que permanezcamos en estado de alerta.

 

Dicen que los detalles crean los personajes. Y en pintura cada pincelada es vital. El detalle es la pincelada de la literatura.

 

Este es el genio literario de José Luis González Coronado, sin  apartarse ni un ápice de un estilo que le define, esa difícil sencillez de decir las cosas, de dibujarlas con palabras, de expresar sentimientos, sobre todo, los sentimientos de los que no cuentan, de los que aquí nunca han contado.

 

Pablo Quevedo Lázaro.

Periodista.

 

Cuéllar, 20 de agosto de 2015.

Espacio Tenerías.

Presentación del libro “Los que no cuentan”, de José Luis González Coronado, finalista del Premio Nadal 2015.