Los frágiles días

Ediciones Huerga & Fierro

"Los frágiles días" es la fábula de una rebelión. Es el relato de la azarosa peripecia de un grupo humano al que su condición marginal ha confinado en el extrarradio del sistema. Se trata de una tropa inusual de personajes atrabiliarios que deciden construirse un biografía común, un núcleo de afinidad, prescindiendo de las normas que, según ellos, están convirtiendo a la humanidad en una silente y amedrentada manada. No hay en ellos una actitud vindicativa ni planteamientos de manumisión universal, tan sólo tratan de resolver los problemas de su propia subsistencia cotidiana sin tener para ello que abdicar de su condición de individuos libres ni renunciar al horizonte utópico de la felicidad. Consideran el ordenamiento social y las legalidades en general como una panoplia de herramientas represivas en manos del poder y deciden intentar la aventura de sus vidas al margen de las reglas generales de convivencia, creando su propia ley y arbitrando sus particulares códigos morales. Para este candoroso elenco de seres segregados, el único valor que debe preservarse es la amistad y la única obligación que se debe contraer con la vida es la de vivirla como lo que es: una maravillosa oportunidad, impredecible y única.  

 

 

 Incluimos el primer capítulo

  

 

 

1

 

       Madrid, con sus calles húmedas y frescas de la madrugada, se me hacía casi acogedora y me sentía de nuevo, sin saber a ciencia cierta por qué, a salvo de conflictos y de contrariedades. Hacía demasiado tiempo que no sentía pisadas a mi espalda. Me quedaba muy atrás en el recuerdo eso de verme solo, en medio de la noche, con alguien detrás desconocido y acechante. Fuera quien fuera el que venía, iba a jugar en mi terreno. De anteriores etapas de mi vida, las más, sabía bien lo que era estar viviendo a la deriva, sin tener que cumplir con nadie el trámite enojoso de dar explicaciones; y sabía bien lo que era hacer de la calle un apacible refugio protector. Las personas como yo respiramos mejor sabiendo que nadie nos espera. Serían las cuatro de la mañana cuando salí del club en el que había pasado las últimas tres horas, repartidas a medias entre unas copas de dudosa legalidad y una colombiana de setenta euros que dijo llamarse Lovest.

         -¿La mejor en el amor?

            -Yes, papito.

Me paré y esperé a que se me fueran acercando las pisadas. Eché de menos la mecánica del fumador: sacar el cigarrillo, encender protegiendo la llama, dar una primera calada larga y soplar pausadamente el humo. Pero había dejado el tabaco dos meses atrás, justo a las doce de la última nochevieja, arrojando públicamente al fuego de una chimenea lo que quedaba del último paquete. Nunca me había considerado especialmente medroso, así es que me detuve y esperé al que se acercaba. El otro, al llegar a mi altura, cedió un paso de lado para sobrepasarme. Cuando su sombra se difuminó en la bruma, dudé si el perseguidor no habría sido alguno de los viejos espectros de mí mismo. Era una vieja sensación a la que de nuevo debía acostumbrarme, pero jugaba a mi favor una biografía pródiga en largos periodos de noctívago acendrado y solitario contumaz. Durante la etapa sedentaria que acababa de cerrar, de pareja según el modelo de la nueva ola mesocrática y ramplona, con modales y horarios austeros, se ve que había sido influido subliminalmente por esa catarata de mensajes que alertan sobre la inseguridad nocturna, especialmente a causa de esa fauna inmigrante, sin techo y sin papeles, que urde redes tenebrosas para robar, herir, violar y hasta matar sin encomienda alguna, porque para ese menester han sido engendrados en sus antros de origen y enviados a nuestro pequeño paraíso en misiones preñadas de desconcierto y horror. Pensé un instante en la forma soez y solapada en que a uno le pueden cambiar las compañías. Y en que habían pasado casi quince meses desde la época anterior, la última en que había podido saborear las noches en lapsos apacibles y espacios de frugal, aturdida y sucinta libertad. Cuando los pasos del otro empezaron a sonar blandos y lejanos, reanudé mi andar cansino bajo la luz naranja y fresca que envolvía los contornos como un aura doliente y viscosa, casi fantasmal. La colombiana había cumplido como prometió, y había demostrado una mucho más que aceptable habilidad succionadora. Disfrutaba la lenta y fresca parsimonia de aquel cansino paseo de vuelta a casa. Todo estaba ocurriendo en una de esas noches en las que la soledad puede vivirse como una forma nueva de entusiasmo, como un cosquilleo de euforia sin objeto. Al entrar en el portal, observé de reojo mi buzón; no había recogido la correspondencia desde que ella se marchó, iba para dos semanas, y me pareció confortable y extraño que en tan poco tiempo su presencia estuviera ya apenas perceptible en la escueta página que le había sido asignada dentro del álbum general de los recuerdos. Me acerqué al buzón y leí los dos nombres: el mío, impreso en la tarjeta original, y el suyo, debajo, escrito a mano con una caligrafía premonitoria. Aflojé los pequeños tornillos con la navajita y saqué la tarjeta. Cuidadosamente, fui tachando con el bolígrafo el nombre de ella hasta que estuvo definitivamente oculto. Adiós, pensé; era la última brizna de una relación que había nacido una noche de múltiples excesos, que se había ido tejiendo y destejiendo en el lodoso y lento transcurrir de los días, hasta devenir, como toda relación cimentada en el tedio, en una zambra abúlica y un cuajarón de hastío. Amor, lo que se dice amor, nunca hubo; tal vez, en los momentos mejores, alguna forma macilenta de alianza; aunque no tanta como para resistir el embate feroz de esas pequeñas y mezquinas deslealtades que van conformando el mosaico árido y desolador de lo cotidiano. Entré en casa y, ni en el pasillo ni en el salón, encontré otro sello en el entorno que mi propio sello, ni otro caos que mi propio caos, todo envuelto en una calidez desenfadada, configurada ya para aposentar apacibles mis horas, mis quimeras íntimas y mis privadas desganas. La definitiva certeza de que el borrador del tiempo había ejercido con eficacia su tarea fue que, al enfrentarme a la cama vacía del dormitorio, a quien de veras añoré fue a la dulce, versátil y casi alegre succionadora colombiana. Volvería a verla en unos días, pensé, ya que incluso en esa incierta deriva de sexo en alubión y alivios serviles, no estaría de más algún toque sucinto, alguna tenue pincelada de aproximación disfrazada de afecto. Qué inconsciente era en ese momento de que el pensamiento que acababa de tener era ya poner una ficha en el tapete rojinegro de la ruleta de la vida. Cuando sonó el teléfono, mi primera intención fue no cogerlo. Por la hora, solo podía ser una contraseña de abandono, un guiño para deliberar, una insinuación de vuelta atrás. En ese momento fui consciente de que no me quedaba ya ni cicatriz en la mínima herida que hubiera podido causarme la separación. Así y todo, descolgué. No era ella. Lo que me llegó del otro lado, como un turbión, fue el resoplido de un mar de copas y la voz desentonada y recia del doctor.

           -¿Qué pasa, camarada? ¡Llevo dos horas llamándote!.

Se había enterado de mi nuevo estado y entendía que era un motivo magnífico para emborracharse.

-¡Te paso a buscar! ¡Esta noche es una buena noche para hundir Orbegozo!¡Dejaremos Madrid como un solar! ¡Si hace falta, nos volvemos a tirar por el viaducto!.

Eran sus gritos de guerra. Carmelo Urrutia, médico de medicina general, que había esta ejerciendo en un consultorio de barrio hasta una reciente, fulminante y deshonrosa inhabilitación por malas prácticas. Era mi viejo camarada desde hacía muchos años. Nuestra relación era un guadiana al albur de las peripecias de cada cual, pero una relación profunda en suma, basada en el respeto por las mutuas clandestinidades y que muy a menudo devenía en encuentros alborotados y negocios al alimón. Probablemente no existiera otro médico con menos confianza en la medicina oficial. Sus tesis se basaban en que la madre naturaleza cura el noventa por ciento de las enfermedades y no habla mal de sus compañeros; y que para tomar medicinas había que tener buena salud. Loco amigo. No tardaríamos en vernos.

                 -Es tarde, Carmelo. Me voy a dormir. Me llevas una ventaja de mil copas. Mañana te llamo.

Tenemos mucho atrasado!- insistía, ¡Y es una buena noche para cantar! ¡ Te cantaré por Puccini!: ¡Nessun dorma, nessun dorma! Tu pure, o principessa, nella tua fredda stanza guardi le stelle che tremano d'amore e di speranza.

-No insistas, mañana te llamo.

             Aún tuve que escuchar su vocerío un buen rato antes de poderle colgar. Efectivamente, no sabía aun si al día siguiente, pero ya había madurado en mi cabeza que tenía que llamarle porque estaba ultimando los detalles de un buen asunto que necesitaba de su concurso y con el que pensaba que ambos podíamos sacar tajada bastante para pagarnos las necesidades y los vicios, si es que no son la misma cosa, durante una buena temporada. Me dormí arrullado por los cantos de sirena de unos buenos augurios, con el cuerpo lasito, dueño y señor del próximo futuro y restableciendo los puentes que permiten transitar la vida al margen del rebaño y enarbolar la antorcha cabecera en esa procesión en la que va uno solo.