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Relación de artículos de más recientes a más antiguos con referencia del medio donde se publicaron

 

 

El Patio

 

Por José Luis G. Coronado

 

Lo mejor de mi adolescencia está ligado al patio del colegio donde estudié el bachillerato.  La escalinata por la que se accedía, el terraplén que daba a las escuelas municipales, el frontón, la fuentecilla y el peral inmenso que sombreaba la semiladera silvestre, apenas frecuentada por la chavalería, que remataba junto a la tapia que daba a las eras en un sucinto gallinero alambrado. Los juegos de los recreos: el parió, la pelota, incluso el fútbol, se desarrollaban en un espacio que, cuando lo visité, ya solar, pasados los años y derrumbado el colegio, me pareció que era imposible que en ese espacio escueto hubieran cabido tanta actividad y tanta algarabía desatada. Durante los veranos, ese patio eran mis dominios. Y la Biblioteca Municipal, de la que fui encargado desde los catorce años, mi especial territorio, una especie de útero hecho de autores y de títulos que resultó ser el embrión de mis veleidades literarias posteriores y el núcleo duro de un pensamiento que se fue forjando en aquellas tardes interminables de verano con los restos purgados de lo que había sido en tiempos de la República una biblioteca dignamente dotada. No obstante la purga, allí estaban, como un tesoro residual, los tomos bellamente encuadernados de las cuarenta y seis novelas de Galdós que conforman los Episodios Nacionales y que, para estrenar mi oficio prestado, me leí de un tirón, empezando por la Primera Serie, los diez títulos que hacen referencia a la Guerra de la Independencia, de “Trafalgar” (1873) a  “La batalla de los Arapiles” (1875), sintiéndome mimetizado en Gabriel Araceli, el protagonista adolescente que va contando las historias en primera persona. Y continuando con los diez de la Segunda, desde “El equipaje del rey José” (1875) hasta “Un faccioso más y algunos frailes menos” (1879). La Tercera Serie son los diez tomos de las guerras carlistas y la regencia de Mª Cristina, que van de “Zumalacárregui” (1898) a “Bodas reales” (1900). La Cuarta, en torno al reinado de Isabel II, que empieza con “La tormenta del 48” (1902) y acaba con “La de los tristes destinos” (1907). Y para terminar, la Quinta (inconclusa) que empieza con “España sin rey” (1908) y acaba con “Cánovas” (1912).  Con aquel cimiento histórico, pude adquirir una idea del mi país que todavía me sirve para explicarme muchas de las cosas que están ocurriendo hoy en día en España. Milagrosamente, también me encontré, salvada de la purga, una buena edición de “La regenta”, de Clarín. Y para terminar de infestar mi esponjoso corazón adolescente, quedaban cuatro novelas de Blasco Ibáñez, de las menos virulentas políticamente, y un tomo inaudito de los “Cuentos Valencianos”, muchos de los cuales, hoy, más de medio siglo después, todavía puedo repetir de memoria. Como solo tenía tres clientes, el cabo de los guardias municipales, la hermana mayor de las telefonistas y el maestro Isidoro Tejero, me hice un experto manipulador de informes y estadísticas sobre usuarios y libros prestados, con don Teodoro Calonge haciendo la vista gorda, con objeto de que nos siguieran enviando periódicamente novedades de Segovia. Y así fueron llegando a la Biblioteca de Cuéllar Cela, Delibes, Ferlosio, Gironella y un poco del aire fresco de la nueva literatura que se estaba haciendo por esas fechas. Cuántas horas de lectura durante el curso a cambio del salón de estudio común de por las tardes y la consiguiente abstención del Santo Rosario que el resto de los alumnos tenían que rezar como obligación diaria. Muchos años después, en una taberna de tipo escocés que acababa de inaugurarse en Cuéllar, pude ver en anaqueles de adorno muchos de los tomos que habían iluminado febrilmente mi adolescencia. Los distinguí porque todavía mantenían bien visible el sello de la Biblioteca Municipal que yo mismo había estampado en muchos de ellos. Cuando pregunté por aquella circunstancia, me explicaron que, al desaparecer el colegio, los fondos de la biblioteca se habían enajenado al peso. Pobre pueblo.

Aparte de mis obligaciones como bibliotecario, tenía otras dos tareas a mi cargo: ayudar a Pericaña, el carpintero, que aprovechaba el verano para restaurar los desperfectos que se habían producido durante el curso en pupitres y bancos y regar a diario los cincuenta y cuatro tiestos que adornaban los alfeizares de casi todas las ventanas del colegio. Y aun una tercera: cuidar del perro. El perro era un mil leches negro, de media alzada, que atendía al nombre de Rinti y que resultó ser un buen amigo y cómplice en aquellos días de incipientes amores y en aquellas tardes interminables de verano. En una ocasión, durante un recreo, tuve quizá mi primera inmersión voluntaria en el pecado con la colaboración indirecta de mi amigo el perro. Era un viernes de cuaresma y Enriquito Ortega, el hijo de un cirujano de igual nombre que tenía dos o tres años menos que yo, había desenvuelto un suculento bocadillo de jamón del bueno y se disponía a darle el primer bocado cuando, sin apenas pensar en lo que hacía, me lancé hacía él y le arrebaté el bocadillo. Le miré con cara de admonición y puse cara de horror mientras le decía: “¿Qué haces comiendo eso? Es viernes de cuaresma y, si lo pruebas, pecas. Imagínate que te mueres después… ¡Irás directamente al infierno! Dámelo, se lo echaré al Rinti. Los perros no pecan”. Por supuesto, el pobre Rinti ni olió el jamón y para mí fue la primera vez en mi vida que tenía ocasión de degustar tan exquisita vianda. Aquel día aprendí que casi todo lo que es pecado resulta placentero y que pecar, compensa.

El aporte a mi educación que obtenía de mis veranos solitarios no se circunscribía a la literatura en exclusiva. También tenía tiempo para realizar incipientes incursiones en la investigación científica. Años después, me confortaría comprobar que Bertrand Russell no hacía distingos entre la filosofía y la ciencia al tratar el pensamiento de occidente. Para ello contaba con el pequeño y escasamente dotado laboratorio de física y química del colegio. Era un aula escueta, presidida por la tabla periódica de Mendeléyev, que ocupaba una pared entera, y apenas un escuálido parque de probetas, pipetas y tubos de ensayo. Un mechero Bunsen y la que para mí era la joya más preciada: un microscopio de una aceptable resolución óptica que me hacía sentir como un Anton van Leeuwenhoek observando a través de su lente cosas sencillas que me introducían a las nociones básicas de la biología. Ya había visto amebas y protozoos poniendo en los portas hojas secas y agua de los charcos, había observado el corte de un cabello, muestras de sangre y de saliva de modo que quise dar un paso más arriesgado en mi formación como investigador en ciernes. Se trataba de observar las diferencias, si las había, entre el líquido seminal de los perros y el de los humanos. Como es lógico, para llevar a cabo la experiencia necesitaba el concurso del Rinti que, ya adelanto, se mostró colaborador en grado extremo. Evito dar detalles sobre las manipulaciones que fueron necesarias para la obtención del flujo seminal de mi colaborador. Tan solo diré que para conseguir el mío recurrí a lo más artístico y selecto que pude hallar en la biblioteca y busqué la inspiración en tres estampas conmovedoras que por aquel entonces conturbaban mi incipiente y revoltosa sensualidad: la maja de Goya, las tres gracias de Rubens y la primavera en su concha de Boticelli. Una vez depositados los flujos en sendos portaobjetos y observados reiterada y alternativamente por el ocular, no consigo recordar a estas alturas si encontré, en caso de que las hubiera, diferencias cardinales. Lo que si recuerdo con nitidez es que, a partir de aquel experimento, el Rinti estrechó conmigo su amistad y que, cuando me despedí de él porque había terminado mi tiempo de colegial, detrás de su mirada triste y pesarosa me pareció ver un guiño de pícara y maliciosa complicidad.

 

 

 

 

Yo acuso… también

 

José Luis G. Coronado

 

 

Una carta abierta de Emilio Zola (1840-1902) al presidente francés M. Felix Faure fue publicada bajo el título de “J´acuse…” en la primera plana del diario L'Aurore, el 13 de enero de 1898.  Es la siguiente:

“Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam como laborante —quiero suponer inconsciente— del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables. Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo. Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido. Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable. Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia. Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de una ceguera de los ojos y del juicio. Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L'Éclair y en L'Echo de París una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública. Y por último: acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado, fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable. No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales. En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia. Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente. Así lo espero".

Desde la publicación de esta carta han transcurrido ciento diecisiete años, los suficientes para que parezca inaudito el hecho de que, cambiando algunos nombres propios, hoy sea pertinente una acusación semejante en España. Desde que el domingo pasado, en el programa “Salvados” de Jordi Évole, supimos los pormenores del calvario de la comandante Zadia Cantera tras su denuncia de acoso sexual perpetrada de forma contumaz por el coronel que era su jefe directo en la escala de mando a la que pertenecían ambos.

Tuvimos ocasión de ver y oír aspectos de un juicio en el que el propio acusado, ascendido a pesar de estar ya procesado formalmente, hacía gala de su caspa machista intentando que prevaleciera su inicuo discurso, tantas veces oído en otros ámbitos, según el cual la responsabilidad de sus desmanes debía recaer sobre los hombros abrumados de la comandante ultrajada. Pero con ser eso de una indecencia impropia de quien debiera mantener la actitud gallarda que se le supone a un mando en activo de las Fuerzas Armadas de un estado democrático, escandaliza si cabe más el comportamiento de la ristra de testigos de su defensa, todos jefes y oficiales, incluido algún miembro del generalato, declarándose amnésicos crónicos, cuando no abiertamente hostiles hacía la víctima, escondiendo en sus declaraciones la penosa realidad de que, mientras se perpetraban los abusos, en el mejor de los casos, habían permanecido como esfinges hieráticas, mirando culpablemente hacia otro lado.

Pudiera parecer que la justicia había restañado en parte el agravio con la condena del coronel, a pesar de que el juez hubo de aplicar preceptos de un código trasnochado que no contemplada el maltrato sexual y dejándole la pena unos meses menor de los tres años debido a que ello hubiera acarreado el más que merecido recargo de la inhabilitación. Pero lejos de cerrarse el asunto con la sentencia, y alguna disculpa oficial que nunca llegó, la vida de la comandante Cantera fue manifiestamente a peor. Se abrió contra ella una cacería que, una vez sabida, ha sacado a la luz el lado oscuro de una parte difícil de cuantificar dentro de la Fuerzas Armadas y que creíamos felizmente arrumbada tras la última intentona golpista de hace treinta y cuatro años. Es sobre todo  esta segunda parte de la que, como Zola en su día, yo acuso también. Todo un montaje de falsas acusaciones, falsificaciones chapuceras de partes oficiales, sanciones tan arbitrarias como graves en un intento venal, no solo para expulsar a la comandante de las Fuerzas Armadas, sino a ser posible después de una ejemplar condena en un penal militar. Es esta segunda parte la que más se asemeja al affaire Dreyfus que tuvo lugar hace más de cien años en Francia. Porque en este vengativo acoso por parte de no pocos mandos se trasluce la perversa idea de que el Ejército  es de su exclusiva incumbencia y se mueven en sus filas como si se tratara de un club en el que ellos ejercen como únicos asociados.

¿Qué decir, por último, del ministro de Defensa de lo que se supone un gobierno democrático acusando de bajeza moral a la diputada que afeó su conducta en el Congreso?

“¡Qué país, Miquelarena!”, que dijo el  ínclito don Ramón, el de las barbas de chivo, en su obra inolvidable “Luces de bohemia”.

Otro francés, Gerard Clemenceau, a pesar de haber sido primer ministro en dos sucesivas presidencias, ha pasado a la historia, más que por su carrera política, por haber acuñado la siguiente frase: “La justicia militar es a la Justicia, lo que la música militar es a la Música”.

 

 

 

El cosaco

 

Por José Luis G. Coronado

 

            Yo debía andar por los catorce o quince años cuando, refugiado del bochorno de una tarde de agosto, frente a un granizado de limón, rendía visita a una señora entrañable de la buena sociedad cuellarana, sabiendo que, como en ocasiones anteriores, iba a referirme alguna sabrosa historia de la villa que ella misma decía haber vivido o que le habían contado de primera mano y en voz baja personas bien informadas en el campo del comadreo local y las murmuraciones bellacas. A la penumbra acogedora del saloncito, por el balcón abierto, llegaba el rumor alegre y fresco de una fuente de cuatro caños, recién instalada en un jardincillo cuidado con esmero, cuyos rosales resistían impertérritos el sol de plomo y ennoblecían el entorno próximo con el aroma dulzón de unas rosas valientes, rojas, amarillas y blancas.

            Mi amiga, como si lo que iba a contar no fuera un capítulo nuevo, sino la continuación de una interminable saga de vivencias y nostalgias, con una cadencia de voz casi monocorde, propia de las personas de audición limitada,  comenzó:

            -Hace muchos años pasó por Cuéllar como un cometa fogoso y enredador, un tipo bien parecido, alto y delgado, rubio de pelo crespo y ojos azul claro, que dijo haber llegado, después de muchas vicisitudes por media Europa, desde las estepas interminables del Caúcaso. Era un cosaco.

            Como es imposible recordar las palabras exactas de mi amiga, porque de esto más de cincuenta años, voy a intentar contar la historia utilizando las mías:

Después del triunfo de la Revolución Soviética en 1918 y la victoria del Ejercito Rojo sobre los blancos partidarios del zar, cientos de miles de nobles y combatientes vencidos se desperdigaron por el mundo huyendo del comunismo en un intento, muchas veces penoso, por rehacer sus vidas. Uno de ellos, llamado Mijail Tokarev, un cosaco oriundo de Kazán, apareció un Jueves de Feria en el ferial del Palacio, montado en una yegua vivaz y de no mucha alzada que enseguida llamó la atención de los entendidos, que siempre han sido muchos en la comarca de Cuéllar. Tokarev, que poseía el don de la afabilidad y una exquisita elegancia en las maneras, no tardó en trabar una conversación apasionada sobre caballos con media docena de avezados de la villa que se prolongó casi hasta media tarde en una de las casetas del ferial donde se servía buen lechazo y clarete de cosecha en mesas de tablas sin pulir y bancos de ripias mal clavadas. En esa comida, al calor de las últimas jarrillas de la sobremesa, se desafío al cosaco a aceptar una apuesta que ponía en cuestión sus habilidades como jinete y las excelencias de su bonita yegua. Tokarev aceptó el desafío, pero sin apostar nada, tan solo para dejar en buen lugar el honor que conllevaba su condición de oficial condecorado del ejército de Nicolás II, el último zar. En efecto, al día siguiente, viernes también feriado, mientras los globos de papel de seda coloreaban el cielo entre el castillo y la Vega, el capitán Tokarev salió airoso al primer intento del reto propuesto, que consistía en montar su yegua a pelo y al galope y cubrir en línea recta el trecho pelado que media entre la carretera de Segovia y la peña que corona la cuesta de Castilviejo.

A partir de ese día, Tokarev fue admitido y agasajado por lo más granado de la buena sociedad cuellarana, se instaló en la mejor fonda y su yegua fue acogida y bien cuidada en la cuadra de una de sus recientes y entregadas amistades. Hacía tertulia en el casino, merendabas en las bodegas y los domingos, después de la misa de doce, compartía el vermut con los buenos burgueses por las castizas tabernas de la plaza. Hacía las delicias de todos con el relato interminable de sus épicas andanzas, narradas con modestia en un castellano dulcificado por la suave y cálida fonética eslava. Las mocitas casaderas le hacían ojitos mientras algunas casadas de buen ver jugaban a turbarle con puyitas picantes nunca demasiado osadas. El sabía complacer a todas sin perder nunca la sonrisa afable y manteniendo en cualquier situación las buenas formas de oficial cortés del otrora glorioso ejército fusilado Nicolás.

En poco más de tres meses, su integración social llegó a su climax cuando consiguió convencer a uno de sus mejores amigos de cabalgadas para que hiciera de socio capitalista en un proyecto que el cosaco demostró tener muy bien pensado. Se trataba de poner en marcha en Cuellar un negocio de licores, una destilería, asunto sobre el que Tokarev demostró tener muchos y bien fundados conocimientos. La empresa se llamó Destilerias Colenda y se instaló en unos barracones construidos en la carretera de Segovia, a continuación  de la serrería de la Resina y separados de ésta por el camino del Embudo por donde meten los caballistas el encierro en las calles de Cuellar.

Mi amiga debió leer en mis ojos un punto de incredulidad porque se levantó, me dirigió una sonrisa condescendiente, salió del saloncito y enseguida volvió con una botella que depositó delante de mi en la mesita junto a la jarra de cristal y los vasos ya vacíos del granizado. En la etiqueta de la botella, amarillenta ya por la acción de los años, pude leer con claridad meridiana: “Anís San Miguel”, junto a una imagen esmerada del santo patrón y la referencia impresa del fabricante, que no era otra que Destilerías Colenda, Carretera de Segovia, s/n; Cuéllar (Segovia). Con aquella evidencia delante, ya no tuve la menor duda sobre el relato de mi amiga cuando me dijo que, además del anís, la destilería elaboraba un coñac con la marca “Castilviejo” y un ponche etiquetado como  “El Henar”.

El negocio despegó bajo los mejores auspicios, pronto se empezaron a consumir los licores en el pueblo y su comarca, ya se tenían brillantes perspectivas a nivel provincial y nadie dudaba de que en un par de años a lo sumo los productos de las Destilerías Colenda darían el salto a la distribución nacional. Kolarev se mudó a una casa con cuadra y corral, llevándose con él, además de a su valiosa yegua, a la moza más lozana de las tres que le habían estado sirviendo  en la posada.

Pero cuando todo parecía ir sobre ruedas, una especie de viento fatal se fue abatiendo sobre la figura de Kolarev. La primera ráfaga tuvo precisamente que ver con su criada cuando se empezó a correr la voz por el pueblo de que el cosaco la había dejado preñada. Aunque esa mancha en su trayectoria tal vez pudiera haber sido asumida por sus amigos, dada la benevolencia habitual de la burguesía con los asuntos de bragueta entre los amos y las criadas, el viento se transformó en huracán cuando su socio en la alcoholera tuvo conocimiento de que su hija más guapa también se había quedado embarazada. El hecho de que la muchacha tardara en reconocer que el padre era el cosaco fue lo que le salvó la vida a Tokarev. Avisado a tiempo por una dama amiga, tuvo ocasión de ponerse en fuga apenas una hora antes de que el socio burlado apareciera en su casa con la escopeta cargada. La última noticia que se tuvo de Mijail Tokarev la dio un pastor que dijo haberle visto sobre su yegua, al galope tendido, más allá de Pociague, en dirección a Peñafiel.

Transcurridos los meses de rigor, se produjeron los nacimientos, que al final no fueron solo dos, sino que hubo un tercero. Los tres fueron varones, y como ocurre casi siempre en estos casos, los tres salieron con la viva estampa del padre: rubios como el trigo y con los mismos ojos azules del cosaco.

-Tal vez por eso –finalizó mi amiga su relato-, ahora, cuando salgo de paseo, veo por la calle más rubios que antes-. Dejó su mirada suspendida en el aire, aspiró el diluido aroma de las rosas y, tras un suspiro que fue pura melancolía musito: -Mijail, ladrón, hay que ver lo guapo y buen mozo que era.

 

 

 

 

 

El impostor

 

Por José Luis G. Coronado

 

            El escritor extremeño Javier Cercas, tras el gran éxito de sus novelas “Soldados de Salamina”, basada en el fusilamiento fallido del poeta falangista  Sánchez Mazas, y “Anatomía de un instante”, donde disecciona el intento de golpe de Estado del 23-F, acaba de publicar “El impostor”, cuyo núcleo narrativo gira en torno a la biografía tramposa de un personaje singular: Enric Marco. Yo conocí y traté a Enric Marco y fui testigo en primera fila de la primera de sus dos grandes imposturas. Fue a principios del año 1978 cuando en una asamblea tumultuosa de la CNT de Madrid en el colegio de La Paloma se intentaba elegir al Secretario General y al Comité Nacional del sindicato. Harto de diatribas subidas de tono, de algarabía y de debates bizantinos sobre la pureza libertaria, a eso de las once de la noche me fui a casa. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, me enteré por El País que había sido nombrado Secretario General al frente de un Comité Nacional que no me gustaba nada. Reacio como he sido siempre a la ostentación de cargos, fui Secretario General de la CNT el tiempo justo que tardó el taxi en llevarme a la calle Libertad y presentar mi dimisión irrevocable. El tan recordado Juan Gómez Casas, a quien debía suceder en el cargo, me acusó de “leninista” (?) y Federica Montseny, con quien, a pesar de todo, siempre mantuve una relación más que cordial, se murió sin perdonarme aquella dimisión por las consecuencias nefastas que, según ella, tuvieron lugar  después. Ante el fracaso de la elección en Madrid, se decidió trasladar el Comité Nacional Barcelona y, según los estatutos, elegir allí al Secretario General. Por extraño que parezca, resultó elegido un militante, cuyo origen nadie conocía bien a pesar de ya había conseguido que se le nombrara Secretario General de la Regional catalana. El  personaje no era otro que Enric Marco, que de aquella se hacía llamar Enrique Marcos. Desde el minuto uno intentó contar conmigo, el dimisionario que había dado lugar a su ascenso, pero bien aleccionado por compañeros y amigos catalanes no di lugar al menor contacto. La primera y última vez que nos sentamos en la misma mesa fue con motivo de un mitin que yo daba en Ciudad Real y al que, sin avisar, se presentó Enrique Marcos viajando expresamente desde Barcelona. Cuando, para empezar la conversación, me propuso que colaborara con su Comité Nacional en la formación de cuadros sindicales y yo le respondiera que el problema de la CNT no era que se necesitaran cuadros sino que le sobraban Marcos, se levantó, se fue y ya no lo volví a ver hasta que, en diciembre del 79 se celebró en la Casa de Campo el V Congreso, donde se acordó la vuelta a Madrid del Comité Nacional y José Mª Bondía fue nombrado para la Secretaría General. Aunque hasta bastantes años después no supimos del todo las peripecias de Marco, de aquella ya se comentaba que su origen sindical estaba en las collas falangistas y mafiosas del puerto de Barcelona, así como que se albergaban dudas más que razonables de que Marco fuera un infiltrado de la policía, que había conseguido ascender en la CNT gracias a las deficiencias de control que son inherentes al funcionamiento asambleario.

            Tras haber abortado, relativamente, su primera falacia, el ínclito Enric,   hoy todavía vivo y casi centenario, no se resignó a pasar el resto de sus días en un triste y aburrido anonimato. Por el contrario, puso en marcha una segunda impostura mucho más rocambolesca y audaz que la primera inventándose un pasado de exiliado republicano, luchador de la resistencia en Francia y que, tras ser capturado por la Gestspo, sobrevivió a su internamiento en el capo de extermino nazi de Flossemburg. Cuando el historiador Benito Bermejo descubrió su montaje en 2005, ya llevaba más dos años presidiendo la Amical Mauthausen, una asociación que reunía en España a gran parte de los nueve mil supervivientes y familiares de los diferentes campos de exterminio nazis. En su ascenso a tan honorífico cargo, había pronunciado cientos de conferencias por toda Europa, había concedido infinidad de entrevistas de prensa, radio y televisión y había recibido innumerables honores, entre los que destaca la Creu de Sant Jordi, la máxima condecoración civil de la Generalitat de Cataluña. Solo unos meses antes de desvelarse su impostura, en enero de 2005, habló en representación de los supervivientes en el Congreso de los Diputados y lo hubiera hecho en el campo de Mauthausen ante el presidente Zapatero y los máximos dignatarios de Europa de no haberse publicado la investigación del historiador Bermejo en la que quedaba patente que la única relación de Enric Marco con Alemania era que durante la Segunda Guerra Mundial se había ido como voluntario a trabajar en las fábricas de armamento de los nazis y había pagado en una cárcel de Kiel por un delito que no tenía nada que ver con los planteamientos antinazis de los que el protagonista alardeaba en sus manipuladas y espurias hagiografías..

            Según Javier Cercas, su libro, como todas las buenas novelas, contiene una historia visible y otra invisible y que de las dos, la más importante es la invisible. La visible es la peripecia truculenta de Enric Marco y su habilidad como muñidor perpetuo de una biografía amañada. Pero tras lo que el autor define como esa primera capa de la cebolla, el libro nos lleva a considerar las otras capas y tomar conciencia cabal del fenómeno universal de la impostura, así como de la parte de engaño con la que cada uno de nosotros adobamos nuestras propias biografías.

 

 

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La peste

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

 

         En estos días de complicaciones sanitarias, disparates políticos y la consiguiente indignación de la gente en la calle, como consecuencia del primer contagio en España del virus africano, uno vuelve la vista a la biblioteca para recuperar lo que en ocasiones similares nos dejaron escrito los clásicos. Estoy releyendo el “Diario del año de la peste” de Daniel Defoe. Esta obra tardía del considerado padre de la novela inglesa y creador de reconocimiento universal por su “Robinson  Crusoe”, es un relato puntual y pormenorizado de los efectos de la peste que se abatió sobre Londres y sus alrededores entre los años 1664 y 1666. Lo reseñable de esta lectura es comprobar de qué forma permanecen, trescientos cincuenta años después, los mismos o similares comportamientos humanos, tanto los ejemplos de abnegación y entrega al prójimo como los más aborrecibles y mezquinos de los que tantos ejemplos estamos teniendo en estos días. Defoe nos habla de criados que cuidan de sus amos pero también de padres que abandonan a sus hijos, de viviendas tapiadas con su moradores dentro, de ricos que se esconden en sus casas de campo y en su huida van dejando un dantesco reguero de apestados. A falta de aguerridos reporteros que, salvo escasas y honrosas excepciones, nos hagan la crónica, la verdadera crónica, del horror de la peste del virus del Ébola africano, podemos tener una minuciosa referencia en el relato descarnado y escalofriante del panfletista inglés que, como buen denunciador, acabó durante un tiempo con sus tristes huesos en una cárcel inglesa.

            Si algo no ha cambiado desde el siglo XVII hasta hoy en día es el afán de achacar a designios sobrenaturales las irrupciones periódicas de las epidemias más terribles y de las más pavorosas mortandades. Desde la primera Gran Peste del siglo XIV, que arrasó media Europa, hasta la actualidad, pasando por la todavía no controlada del todo maldición del sida, ha sido una constante en el discurso del poder, respaldado y argumentado por la Iglesia, que peste y pecado tienen una relación directa. No es casual que la barbaridad más descarnada con motivo del contagio de Teresa Romero se haya difundido desde la televisión de los obispos en boca de un individuo mediocre y chaquetero, que pasó del comunismo maoísta al servicio de la Conferencia Episcopal sin pestañear y que, con el lenguaje propio de sus purpurados dueños, escupió en el dolor de la enferma diciendo que “en el pecado llevaba la penitencia”. Se necesita una gran dosis de ruindad, una falta de humanidad más allá de la abyección, una vocación viscosa de batracio apesebrado para poder emitir semejante escupitajo. Y en ese contraste que señala Defoe entre el heroísmo y la mezquindad que se daban en la peste de Londres del siglo XVII, también hemos tenido estos días una muestra sangrante en Madrid entre la figura abnegada de una enfermera que voluntariamente se prestó a cuidar de dos misioneros infestados y resultó contaminada, con un riesgo cierto para su vida, y un consejero de la Comunidad de Madrid que en un alarde de bajeza moral hizo correr por las radios y las televisiones una sarta de rebuznos de asno bien cebado, tratando de inculpar a la enfermera, mientras se debatía indefensa entre la vida y la muerte, de negligencia profesional, mentiras deliberadas y casi de conspiración contra el sistema. Ese consejero, cuarto en la saga de privatizadores de la sanidad de todos, presumió en la Asamblea de haber llegado a la política (hace treinta años) bien comido y bien bebido y de que tenía su vida resuelta. Pero lo más alucinante, a mi modo de ver, de este episodio no fueron los insultos y los cobardes ataques a la enfermera, sino que sus palabras de cebón, lejos de abochornar a sus compañeros de bancada, fueran jaleadas con ímpetu inusitado y ominosas ovaciones cerradas. ¿En manos de quién estamos?

            Cuando escribo esta columna, parece ser que la evolución de Teresa Romero es positiva y que hay muchas posibilidades  de que se restablezca, así como que las pruebas a los que estaban en vigilancia están siendo negativas. Ante esas buenas noticias sobre cabe alegrarnos. Pero es preciso decir que con el control puntual del brote en España no se acaba el tema. Hemos visto las orejas al lobo, pero la peste sigue. Muchos han sabido estos días que hay países que apenas habían oído antes nombrar en los que la gente sigue muriendo por miles en las calles, que ya había habido otros brotes de Ébola en África a los no se había hecho el menor caso porque el virus mortal era cosa de negros y los negros, ya se sabe, no están contados. Ni los que mueren por Ébola, ni los que mueren de malaria, de sida, de enfermedades que entre nosotros llevan mucho tiempo erradicadas y de que cientos de miles, millones, se mueren sencilla y llanamente de hambre. Debemos saber, interiorizar, que esa desigualdad, ese abandono, no es una maldición divina porque hayan pecado, sino que es consecuencia de la rapiña de sus riquezas por gobiernos corrompidos por los países ricos y multinacionales sin escrúpulos que los sumen en la esclavitud y en la hambruna con recetas de la biblia neoliberal del todo vale, con políticas de restricción y recortes de los gastos sociales dictadas por el Banco Mundial, el FMI , las mafias financieras y los oligopolios americanos, chinos y de la Unión Europea.   

            Mirémonos, aunque tan solo sea una mañana, en el espejo y tratemos de encontrar en nuestros corazones qué es lo que podemos hacer para que los pecados que originan las pestes y las hambrunas no sean los nuestros.

           

           

 

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Mi pregón

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

Un año más, cuando ya se percibe el olor a toros que sube desde los corrales del Segoviano, cuando están ya las talanqueras preparadas para encauzar el milagro de luz y valor de los encierros, todos tenemos a punto nuestros corazones para recibir el bautismo de vino con el que nos vamos un ungir para la fiesta. Hemos acudido al toque de asamblea con el que puntualmente se nos llama el Sábado de Toros desde el modesto y entrañable campanil del concejo. Y puesto que de una asamblea se trata, este año me voy a permitir levantar la mano y pedir la palabra. Esto es lo que diría si llegara el caso:

 

Cuellaranos y cuellaranas, queridísimos paisanos, forasteros asiduos y forasteros nuevos, distinguida Corregidora y Autoridades varias:

Bienvenidos a esta gloriosa apoteosis de Los Toros de Cuéllar, donde por unos días vamos a poder invadir el jardín de los dioses para bailar con ellos en la rueda, llevarlos con su capotillo al quite en el arriesgado albur de las carreras y convidarlos a que entonen a coro en los almuerzos la entrañable retahíla de las viejas canciones de esta tierra.

Como cada año en estas fechas, hace tiempo que preparo mi ánimo para la sorpresa y me predispongo para gozar las novedades, aunque a veces, lo reconozco, me deje atrapar por la nostalgia y entone la palinodia de los viejos y su discurso pertinaz del “esto ya no es lo que era”. Lo cierto es que las cosas se mantienes porque se renuevan y no sirve de nada echar la mirada atrás porque corremos el riego de ser arrollados por el turbión inclemente de los tiempos nuevos. Lo importante es que entre todos, con los jóvenes a la cabeza, seamos capaces de mantener la esencia. Es preciso ir asumiendo que somos nosotros los primeros que, cada año más, vamos dejando de ser lo que creimos que éramos. No obstante lo cual, algunos veteranos volveremos a juntarnos una mañana después del encierro para montar un cálido aquelarre de bodega y dejar correr con el vino la dulce perversión de los recuerdos. Será un rato entrañable para hablar con nostalgia de las vivencias y anécdotas de aquellos amigos que, inexorablemente, nos han ido dejando cada vez más solos y más viejos.

¿A quién se le ocurriría hoy, como rito inicial para empezar los Toros, bajar a cortar una vara de durillo a la ribera? Sin embargo, mirad las fotos antiguas y veréis que la vara y la cachava eran tan habituales en nuestros encierros como el periódico enrollado en la Estafeta. Esa costumbre ancestral hace tiempo que fue abolida en buena hora, consiguiendo una mayor limpieza ante los toros y, de paso, una disminución notable del número de pendencias y reyertas. A pocos chavales se les ocurriría hoy estar tres días durmiendo en la calle o en la limonada, sin ducharse ni cambiarse de ropa, comiendo a salto de mata, coleccionando lamparones de vino en la camisa y recubierto de broza por los cuatro costados. Y todo para que a la pregunta de la madre: ¿Se puede saber que has estado haciendo estos tres días?,  el chaval solo pudiera contestar como la cosa más normal: burreando.  Por suerte ya se burrea mucho menos, la gente huele a desodorante y algunos corredores a linimento, se suele comer bien, dormir de forma razonable y no creo que por eso se haya perdido lo esencial de la fiesta, que no es otra cosa que la mágica conjunción de cuatro elementos principales: los encierros, el vino, la charambita y los almuerzos.

He visto inaugurar la plaza nueva, instalarse la moda del pañuelo rojo al cuello, el nombramiento de la primera corregidora, el desplazamiento paulatino del vino de bodón por la cerveza, la creación de las primeras peñas, la televisión en directo transmitiendo cada encierro, sin que ninguna de esas cosas haya perturbado la buena tradición ni se haya menoscabado nuestra capacidad para la juerga. Porque lo principal de estos días es que siguen, como desde siglos, corriéndose los toros por las calles para que los más valientes sigan manteniendo la hermosa idea de que la vida cobra un valor especial cuando se arriesga. Y lo de menos es que ahora algunos se empeñen en valorar a golpe de cronómetro la calidad de un encierro, porque también hay quien piense que no pasa nada porque algún día un morlaco decida irse a dar una vuelta a la Morona o en alguna ocasión otro se vuelva en las Parras y permita pasar un buen rato a los que les gusta intentar meter el toro en el portal de Correos. Como en toda buena fiesta, debe haber un tiempo para la trasgresión y otro para los reglamentos. Desde mi modesta experiencia, no puedo por menos que reconocer que he pasado grandes momentos en los Toros saltándome olímpicamente algunas de las reglas a la torera. Espero que nadie entienda esta confesión como un llamamiento sutil a la disidencia porque, muy al contrario, quisiera dejar claro que no recomiendo a nadie que se tome mi torpe y desatinada conducta como ejemplo. Lo ideal es que cada cual disfrute de la fiesta a su manera porque en los Toros de Cuéllar hay sitio y tiempo para casi todo, la villa extiende estos días su manto hospitalario y tanto los oriundos como los que han venido a visitarnos tendremos ocasiones sobradas para solazarnos en mutua y desenfadada compañía. En Cuellar nunca, y menos en Fiestas, cualquiera que venga en buen plan tiene por qué sentirse forastero.  

Y ahora, amigos míos, ha llegado el momento de abrir un año más los corazones, porque nos hemos reunido otra vez un Sábado de Toros en asamblea para cortar la cinta de salida y dejar que se nos llene el pecho de aire fresco. Que rompan a sonar las dulzainas y los tamboriles, que atruenen las bandas de las peñas, que se encienda el alumbrado multicolor de las calles, porque vamos a levantar con júbilo los brazos al cielo y todos con una sola voz vamos a cantar el primer “A por ellos” de estas Fiestas.

 

 

 

Crónica de sociedad

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

Estamos en los albores del siglo XVI, en Cuba. Sentados a la sombra en el porche de un bohío con techo de guano, dos cuellaranos de alcurnia, ante sendas jícaras de vino castellano, se dejan mecer por la nostalgia de su lejano pueblo mientras hacen recuento de sus andanzas y hazañas: Se trata de don Diego Velázquez, el Adelantado, y don Cristóbal de Cuéllar, contador oficial de la colonia y bienquisto del virrey Colón y del monarca Fernando. En un momento de la charla, don Diego, más proclive a la algazara verbal y a los alardes de macho, le confiesa a su paisano que llevaba demasiado tiempo yaciendo con indias taínas y ganándose cada noche el infierno mientras bebía enfebrecido sus pechos de miel y cabalgaba con brío renovado las prietas y sedosas nalgas de obsidiana de las vírgenes selváticas. Parece ser que el cronista y dominico Bartolomé de las Casas le había apercibido ya de que su conducta disoluta y su excesiva afición a las doncellas cobrizas, con toda probabilidad, no debía de estar del todo bien visto por el cielo. Bien estaba un poco de mestizaje, ya que una vez cristianado, el rebaño del Señor ganaba a todas luces en colorido y encanto. Pero que lo suyo se estaba pasando de castaño oscuro y ya se empezaban a contar por decenas los arrapiezos mestizos y medio cuellaranos que revoloteaban en torno al bohío de don Diego, descalzos y con los mocos colgando. Que tomara ejemplo de su paisano Grijalva, mucho más comedido y discreto a la hora de llevarse a las indigenitas a la cama. “Así es que, amigo Cristóbal, le dijo don Diego al comandero, por unas cosas o por otras… tengo el firme propósito de tomar esposa.” Don Cristóbal de Cuellar, hombre prudente y práctico, vio los cielos abiertos. El contable se había anticipado en unos años a Lope de Aguirre y se había hecho acompañar por su delicada hija María en su aventura caribeña. La joven, educada en la más rigurosa disciplina cristiana por sus preceptores cuellaranos, había ido como dama de compañía de la virreina doña María de Toledo, de la familia de los Alba, y oficiaba en la pequeña corte de don Diego Colón, el virrey, en su casa señorial de la Española. El propósito no confesado del tesorero al desplazar a la casi adolescente María desde el páramo reseco de Castilla a las selvas frondosas de Centroamérica no era otro que el de encontrarle un gentilhombre de abolengo, con cargo importante en la colonia y al que la inteligencia para el oro y la falta de escrúpulos contables le hubiera hecho lo suficientemente rico como para asegurar a su niña un futuro de opulencia y a él mismo participar en el nacimiento de una estirpe que le asegurara una vejez plácida a su vuelta como prohombre indiano a las añoradas tierras cuellaranas. Así es que el bueno de don Cristóbal, apenas escuchó las intenciones del gobernador, rellenó las jícaras y propuso brindar: “Albricias, don Diego… que no has podido sembrar en mejor haza… yo tengo la solución ideal para tu anhelo...: mi hija María… joven y bella… educada estrictamente en los principios cristianos por las monjitas de Santa Clara… hecha a los modales de la corte… mano derecha de la virreina doña María de Toledo… y para mayor consideración… paisana…”. Don Diego Velásquez, el rudo capitán de aventureros, se puso de pie, tendió la mano a su amigo y paisano y con la mayor solemnidad que pudo darle a su voz, pronunció la sentencia: “Trato hecho”. Se anunciaron los esponsales y con el tiempo justo para que la novia preparara su ajuar se fijo la fecha de la boda. Los fastos del acontecimiento tuvieron lugar en la recién fundada ciudad de Baracoa, con interminables banquetes, vino a raudales de las tierras del Duero, fuegos de artificio y, dicen algunos cronistas, que dada afición del marido y del suegro, llegaron a correrse por las calles media docena de toros recién llegados de Cuéllar. Los esposos, impacientes por consumar su reciente y ampliamente festejado casamiento, se retiraron discretamente a gozar su luna de miel a un bohío bien guarnecido, aunque discreto y apartado. Pero, oh fatalidad, cuando apenas habían transcurridos seis días contados, llegaron a la ciudad las primeras y tristes nuevas de que la bella y joven esposa del gobernador había muerto de manera súbita a causa de un accidente que nunca fue aclarado. Por más que he buscado en cronicones y pliegos de la época, reconozco humildemente que movido por una curiosidad malsana, no he conseguido el menor detalle de aquel percance funesto. Únicamente en una reseña del dominico de las Casas he tenido una pequeña e increíble referencia: según el insigne cronista, detrás de la muerte de la pobre María, estaba la inescrutable mano del Señor que, cito textualmente: “quiso para sí aquella señora, porque dicen que era muy virtuosa, y quiso prevenirla con tan intempestiva muerte, por que quizá con el tiempo y la prosperidad no se trastornara”. Sin embargo, yo, que siempre he sido de natural escéptico ante los escritos de los frailes, tengo para mí que entre las posibles causas de la muerte de María no es descartable suponer que pereciera ante el ímpetu amatorio de don Diego que, hecho al fornicio salvaje con las hembras nativas, resultó excesivo para su frágil y virginal esposa cuellarana.

De resultas de aquel aciago e infortunado hecho, Cuellar quedó privada de una gloriosa estirpe ultramarina que hubiera podido colmar sus crónicas de ilustres próceres y aristocráticas damas. De don Diego Velásquez no se tiene noticia de que volviera a intentar otra boda hasta que unos años más tarde murió en Santiago de Cuba, en la misma casona que aun se puede visitar, sin descendencia legítima a quien legar su colosal herencia, amasada según las malas lenguas, no siempre de la forma más transparente y honrada. Y en cuanto a don Cristóbal de Cuellar, el contador, las noticias que se tienen son que todo lo que sacó en limpio de aquel negocio nupcial fue el importe de una puja que una tal Maria de Valenzuela, esposa de don Pánfilo de Narváez, el mayor adversario de Velázquez, ganó cuando salieron a subasta pública el ajuar y los bienes de la infeliz desposada.

 

 

 

 

 

La propiedad privada

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

 

   En vísperas de las elecciones generales del 1982, las encuestas apuntaban claramente la posibilidad de que ganaran por primera vez los socialistas. En una charla de barra, en el casino de la calle de Santa Cruz, alguien le comentó tal circunstancia a Basilio de la Torre, importante terrateniente local y hermano de la eximia poetisa. “Tatito”, que así se conocía en el pueblo al importante heredero, hizo involuntariamente una tesis en su escueta y esclarecedora respuesta: “A mí, tanto me da que ganen las derechas o que ganen las izquierdas… mientras se respeten las popiedades (sic)”. Tan clara exposición de sus ideas no era fruto de ninguna reflexión intelectual ya que “Tatito”, al contrario que su hermana Alfonsa, había tenido un corto recorrido académico: se decía que su periodo de formación había terminado drásticamente en la parte oral del examen de grado, cuando, preguntado por los cetáceos, respondió sin ambages que eran unos animalitos muy pequeños que vivían en las copas de los árboles. En efecto, los socialistas ganaron las elecciones y como acertadamente intuía Basilio de la Torre, se respetaron escrupulosamente las “popiedades”. Y ahí estamos. Desde las fuentes legislativas del Derecho Romano, pasando por el Código de Napoleón, aparentemente emanado de la Revolución Francesa, todo ha sido promulgación de leyes que han venido a reforzar el sacrosanto privilegio de la propiedad privada, a menudo arguyendo que tal derecho proviene de Dios. De nada ha servido que estudios enjundiosos sobre el origen de las propiedades apunten a que la rapiña, el abuso, el despojo puro y duro, el botín de guerra o la llana y simple usurpación están en el origen de los grandes patrimonios y las desmesuradas haciendas. En nombre y en defensa de ese derecho se ha vertido casi tanta sangre como la que ha inundado los campos en el nombre de Dios.

            Cuando los padres de la actual Constitución quisieron poner unas gotas de progreso en el magno texto, incluyeron un concepto esperanzador: el posible carácter social de las propiedades. Papel mojado. Tan solo en una ocasión he tenido la oportunidad de ver en la práctica una aplicación sui géneris de tan alentador precepto. Fue una noche de invierno en Madrid en la que mi deambular de lobo solitario encaminó mis pasos al Frontón Madrid, que ocupaba casi todos los pares de la calle del Doctor Cortezo. El azar quiso que, compartido con otro apostante, acertara el mejor premio de la noche: la triple gemela. En la ventanilla de cobros, tuve ocasión de conocer a un matrimonio de universitarios, ella médica y él abogado, como las personas con las que iba a compartir las casi veinte mil pesetas de entonces a las que ascendía el premio de la quiniela. No tardamos en ponernos de acuerdo en que una buena forma de celebración era compartir unas copas en el Saratoga, un conocido cabaret justo en acera de enfrente, en los bajos de lo que entonces era el teatro Calderón. Hechas las presentaciones,  al decirles yo que era de Cuellar, ambos se echaron a reír y para mi sorpresa me preguntaron a la vez si yo era amigo a conocía a don Basilio de la Torre. Les dije la verdad, que sabía quien era pero que no tenía con él trato ninguno. Entonces fue cuando me contaron lo que traigo a esta historia como el único ejemplo que conozco del uso social de la propiedad privada. Esta simpática pareja resultó haber sido compañera inseparable de “Tatito” cada vez que éste venía por Madrid a correrse sus juergas interminables que a menudo duraban una semana. El resumen de aquella información y la razón por lo que creo que viene al caso me la dio el ya abogado en ejercicio con el siguiente comentario: “Por entonces mi mujer yo éramos estudiantes y los dos conseguimos acabar las carreras quedándonos con parte de las propinas que don Basilio dejaba cuando pagaba las cuentas enormes de los tugurios más sórdidos y de las salas de fiestas”. Solo me queda añadir que, gracias a ser paisano de “Tatito”, la agradable pareja no consintió que yo pagara una sola ronda a pesar de que fueron alguna más que varias. En ninguna otra ocasión de mi vida he vuelto a tener la oportunidad de contemplar, y mucho menos a disfrutar, del efecto social de la propiedad privada.

            No volví a saber apenas de Basilio de la Torre hasta que en una merienda de bodega me contaron sus últimos días, enfermo y solo, en un cuchitril destartalado de Torregutierrez. Durante su larga y ominosa agonía, parece ser que, en sus momentos postreros, tuvo ocasión de contemplar la ronda ansiosa de sus presuntos herederos, todos parientes lejanos, merodeando su lecho como buitres hambrientos y esperando, con una avidez que tenía mucho de carroñera, a que el ínclito “Tatito” terminara de exhalar su último aliento.

            No sé si por esas experiencias y otras similares, unido a una más que probada ineptitud para sacar negocios adelante, hace tiempo que asimilé la evidencia de que jamás iba a ser capaz de escriturar a mi nombre la menor propiedad por pequeña que fuera. Pero, ojo, esas evidencias no han hecho en lo más mínimo que haya renunciado a buscar los rincones de felicidad que son accesibles al margen de los recursos que tengas. Os pongo un ejemplo: no hay dinero bastante para comprar la sublime sensación que se goza al dejar la mano tonta bajo la sábana y notar como el simple roce va poniendo albando las sedosas y dulces nalgas de la compañera.  

 

 

Degenerando

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

 

            En una de mis noches bohemias por el Madrid canalla, cuando frecuentaba asiduamente las tertulias taurinas de Viña “P” o del café Alemán de la Plaza de Santa Ana, escuché de boca de un ocurrente mozo de espadas gaditano la siguiente gloriosa y aleccionadora anécdota. A raíz del nombramiento de uno que había sido peón de brega para Gobernador Civil de una provincia andaluza, no recuerdo cual, le preguntaron al que había sido su maestro en el toreo como había sido posible la ascensión de un simple banderillero al cargo de gobernador. El matador, con el laconismo de un séneca de pueblo, se perfiló como un dije para responder: degenerando, amigo mío… degenerando… ¿cómo va a ser…? Cada día veo con mayor espanto como aquella anécdota de café se convierte en práctica generalizada. En todos los órdenes del paisaje común se aprecia cada vez de forma más palpable que el modo más habitual de ascender en la pirámide social es el mismo que usó el banderillero andaluz, es decir, degenerando. La consecuencia de tanta degeneración como estrategia es que se van apagando poco a poco las referencias éticas y los escasos intentos de regeneración de lo público se empiezan a considerar propios de iluminados que rayan con la idiocia.

            Un antiguo amigo desde los tiempos de la clandestinidad, ateo contumaz y comecuras declarado, que fue elegido alcalde de su pueblo por un partido de izquierdas, me invitó a su casa en las primeras fiestas patronales de su mandato. En medio de una animada sobremesa del día mayor de las celebraciones, se excusó con los invitados con el insólito argumento de que tenía que presidir la procesión de la patrona. Tal vez mal aconsejado por el vino, le hice una irónica observación sobre su papel de irredento ateo desfilando detrás de la Virgen en la procesión. Su respuesta fue cumbre: yo no voy detrás de la Virgen… yo voy delante del pueblo. Mi posterior comentario sobre su disposición a confesarse y comulgar para ganar su carrera a presidir la Diputación fue concluyente para convertir a escombros nuestra vieja amistad. Lo siguiente que supe de él, lo supe por la prensa: había ganado la Diputación, pero mi antiguo amigo era noticia por su imputación en delitos de tráfico de influencias, malversación y cohecho. En este caso, por suerte, degenerando, degenerando, la cosa terminó en un desfile ominoso camino de los juzgados.

            Lo bueno o lo malo de los recuerdos es que surgen engarzados, como las cerezas. Y al hilo de los anteriores, he repentizado una frase que me recitaban los viejos anarquistas en mis tiempos de sindicalista libertario: el poder corrompe…, repetían como un mantra: y si el poder es absoluto, corrompe absolutamente. Unos se la atribuían a Bakunin, otros a Prokotkin y la mayoría a Malatesta. Lecturas posteriores me aclararon que la frase en cuestión procedía de un historiador católico británico, Lord Acton, que la incluía en una carta personal a un obispo amigo y se refería al papado.

           

           

 

El desahucio

(fragmento de una novela)

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

 

-¿Tú vas a los desahucios…? preguntó Dani.

Julia se limitó a negar ligeramente con la cabeza. El chico dio un sorbo a su cerveza:

-Yo voy cuando puedo… o me entero… hizo una pausa: a veces se consigue parar alguno… la verdad es que los menos… endureció el gesto y siguió: los hijos de puta de los bancos no tienen entrañas… ni los maderos… cerró los dos puños sobre la mesa: cada desahucio es como un robo a mano armada… y las armas las pone el gobierno… Su tono se iba haciendo cada vez más airado: he estado otras veces en movidas de la hostia… pero lo de hoy… lo de hoy… tomó aliento y mirando fijamente a Julia casi gritó: lo de hoy no tiene nombre… esta mañana me avisaron de que iba a haber una movida en Vicálvaro… y me fui para allá… serían las nueve… cuando llegué, ya habría en la calle cincuenta o sesenta… o más… algunos con camisetas y carteles de la PAH… todos gritando contra el gobierno y los bancos… apoyando a la chica que iban a desahuciar… una mujer de unos treinta años… con dos hijas pequeñas… hizo una pausa para tomar aliento: cuando llegó la procesión del juzgado, seríamos más de doscientos… había madera para aburrir… lo menos diez coches… al intentar abrir el portal, la cerradura estaba tapada con silicona… dentro, estaban encadenados diez o doce ocupando la subida por la escalera… en la calle, ya estaban poniendo vallas y empujando al personal… aparecieron los mazinguer… unos veinte… con una especie de tubo macizo que manejaban entre cuatro… y otro con una cizalla… en esto, apareció la chica en la ventana… era un cuarto… gritaba… pero desde abajo no se podía entender lo que decía… solo se podía oír el  vocerío… si se puede… si se puede… los mazinguer le dieron cuatro hostias a la puerta y la echaron abajo… entraron en el portal… en la calle, los gritos arreciaron… empezamos a empujar contra las vallas… se lió la zaragata… nos hostiaban por delante y por la espalda… los cabrones, cada vez eran más…  Dani cerró los ojos y agachó la cabeza como si le costara continuar, pero enseguida, con la voz tomada y la mirada contra la mesa, concluyó: de pronto, como una maldición, un silencio se fue extendiendo por la calle… como una mancha pesada que lo cubriera todo… se fue corriendo la voz… la chica había saltado por la ventana… durante unos minutos, nadie se movió… un cerco de maderos en la acera no nos dejaba ver nada… todos empezamos a gritar asesinos, asesinos… se lió la mundial… nos dieron hasta en el cielo de la boca… consiguieron echarnos… han detenido a mogollón de gente… cuando llegó la ambulancia, nos enteramos… no hubo nada que hacer… la pobre chica había palmado en el acto… Levantó la vista, miró fijamente a Julia y como si arrastrara las sílabas exclamó: ¿se puede ser más hijos de puta…?

          Julia, claramente conmovida por el relato, incapaz de hablar, negaba furiosamente con la cabeza. Al cabo de unos segundos de silencio helado, todavía impactada por el relato, preguntó:

-¿Se sabe algo de las criaturas…?

Dani, aparentemente sereno, pero como perdido, se encogió de hombros para responder tristemente:

-Ni idea…

Sobre el silencio de ambos, la voz de oratorio, honda y desgarrada, de Sinead O´Connor impregnó el local con su “Feel so different”: God grant me the serenity to accept the things I can not change, courage to change the things I can and the wisdom to know the difference

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Diálogo de sordos

 

Por José Luis G. Coronado

 

 

            El tío Esgueva era un cuellarano singular del que se contaban historias pintorescas que tenían que ver generalmente con el mundo del toro. Había sido subalterno muchos años y su carrera había sido irregular, dicen que porque la viveza de su genio le enfrentaba a menudo con los maestros. Cuando se retiró, yo le recuerdo hasta muy mayor de asesor de la presidencia en las corridas que se celebraban en Cuellar para dar su criterio sobre las faenas y ayudar al presidente en su valoración y en la decisión de premiar o no a los diestros con las orejas. A la sazón, ya retirado, vivía con su familia en la finca Pinos Albos, en la carretera de El Henar, en calidad de guarda y aparcero. Para redondear sus ingresos, probablemente austeros, criaba unos pollos de corral que daba gloria verlos, tanto, que las familias pudientes se los disputaban. La historia que voy a contar tiene que ver con esa faceta suya de criador de pollos prestigiado. La primera vez que la oí fue en la taberna de Chaneque, en la plaza de El Salvador, donde el tío Esgueva iba de vez en cuando a dar buena cuenta de un par de jarrillas de cuartillo de un vino local que se llamaba “de cosecha”. La cosa fue que un buen día, una señora de buena familia le mandó una nota escrita a Pinos Albos en la que le pedía cuatro pollos y el favor de que se los llevara a casa. Por más que registró el corral, solo pudo encontrar tres, así es que, con la contrariedad correspondiente, hizo un atillo con los últimos pollos y llamó a la puerta de la señora: Buenas, dijo cuando le abrieron: aquí traigo los pollos… La señora los cogió y al ver que solo había tres se lo hizo notar: pero hombre, Esgueva, aquí solo vienen tres… El viejo torero, adoptando una actitud de dignidad extrema respondió mientras contaba: uno… dos… tres,,, bien claro está… ¿no estará usted pensando, señora, que no sé contar…? La señora, todavía a buenas, le argumentó: pero en la nota que le envié… yo le pedía cuatro… El tío Esgueva, algo impaciente ya, metió la mano en el bolsillo, sacó el papel y leyó: aquí lo pone bien claro… tráigame cuatro… ¿o es que piensa usted que no se leer…? La situación se fue tensando: pero aquí solo hay tres… se empeñaba la señora. Joder, señora…se aferraba el torero: eso lo ve cualquiera… uno, dos… y tres… Y ella impertérrita: pero yo le pedí cuatro… Y el tío Esgueva blandiendo el papel, sin ceder un ápice: como si uno fuera tonto… bien claro está escrito… usted pedía cuatro… Todos a cuantos he oído narrar esta historia dejaban en este punto el relato, ninguno sabía, por lo visto, como terminó la cosa.

            Últimamente, recuerdo cada vez más a menudo este gracioso lance de los pollos del tío Esgueva. Sobre todo frente a la tele, cuando veo debatir a los ínclitos y previsibles tertulianos.

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El referéndum

Por José Luis G. Coronado

 

 

                En estos días en los que la batalla dialéctica está centrada en torno a si procede o no refrendar por el pueblo la continuidad de la monarquía, me ha venido a la memoria la frase que pronunció un vejete cuellarano en la taberna de Renedo con motivo del referéndum sobre la sucesión a la Jefatura del Estado de 1966. Después de manifestar que no tenía pensado ir a votar, un compañero de escabechada le preguntó si se podía saber por qué. El vejete se echó hacia atrás la boina, se rascó la frente y respondió: “Porque si voto que sí, dirán que es para que se quede y si voto que no, que es para que no se vaya”. Como parece obvio, se refería a Franco. Yo no puede votar en aquella ocasión porque solo tenía diecinueve años, pero empecé a tomar buena nota de lo mucho que uno podía aprender escuchando en las tabernas a los viejos. Fue en aquel referéndum cuando se nombró sucesor a título de rey al príncipe Juan Carlos. La componenda había sido cocinada entre Franco y la gran banca con unas muy claras indicaciones de los americanos. Don Juan, el heredero natural, se comió el sapo y consultado el PSOE en el exilio, la respuesta de Rodolfo Llopis vino a decir que el alma de los socialistas era republicana pero que, si la monarquía futura iba a ser parlamentara, contaría con el apoyo del Partido Socialita. ¿Les suena?. Los resultados que se publicaron fueron los siguientes: participación: 100%, a favor: 95%, en contra: 2,5%, en blanco: 2,5 %. Todo empezaba a estar atado y bien atado.  El siguiente referéndum fue en el 76 para revalidar el harakiri del régimen franquista y de alguno de sus chiringuitos, los que estorbaban. Yo ya podía votar pero no lo hice, aparte de que ya estaba contaminado por el virus libertario, entendí que aquello no era más que un ajuste de cuentas entre fachas. Cosas de la edad. La madre del cordero vino en el 78, el referéndum para aprobar la Constitución, que se había cocinado básicamente entre el PSOE de Felipe y la derecha de Suárez-Fraga, con la inestimable aportación del Partido Comunista  de España, cuyo Comité Central, reunido un 14 de abril (sic), aprobó, con la única oposición de los delegados vascos, que aceptaban la monarquía de Juan Carlos después de colgar en la pared para la foto la bandera rojigualda. Tampoco voté en ese referéndum. Después de haberme jugado el tipo unas cuantas veces en la clandestinidad, me sentía traicionado. En el siguiente, el de la OTAN, en el 86, me pareció que todo era un truco de trilero de Felipe con aquel DE ENTRADA, NO, para después bajarse los pantalones con los americanos. Me quedé en casa. El último hasta ahora, si no recuerdo mal, fue en el 2005 para revalidar la Constitución Europea. Como es natural, tampoco voté; y a la vista de la situación, no me arrepiento. El dato bueno es que, por primera vez ganamos lo de la abstención: solo votaron el 46%.

                Toda esa entradilla de abuelo cebolleta viene al caso para explicar mi prevención cada vez que escucho la palabra referéndum. Qué lástima que ya no pueda debatir con mis amigos partidarios de la consulta, que son muchos, frente a una buena escabechada de Renedo. Les diría que ojo con lo que se pide no vaya a ser que te lo den. Si mañana el PPSOE convocara el referéndum, lo ganaría de calle. La historia nos enseña que con lo que se quitan los reyes es siendo superiores en eso que los viejos llamaban la correlación de fuerzas. Al abuelo del que se va no hubo que echarle, salió por su cuenta hacia Cartagena sin necesidad de referéndum, bastó que una mayoría republicana ganara con solvencia en unas municipales. Las próximas son pronto, al año que viene.

 

 

 

 

Sublevación inmóvil

Por José Luis G. Coronado

 

 

Conozco un pueblo. No lo olvidaré.
Ay, en mi tierra sin ventura,
no olvidaré a mi pueblo.

 

A. Gamoneda

 

            Desde hace ya unos años, yo ya no voy a Cuéllar, me llevan. Debe ser porque quien me cuida tiene miedo de que en alguno de esos viajes esporádicos me quede adherido a la procacidad serena de las sombras, me tienda a soñar en el rincón donde se depositan las flores abrasadas o me deje morir contemplando la dulce inclinación de los sarmientos. Algunas noches, una mano incomprensible me conduce a lugares sin nombre, la herrumbre de la nostalgia me ilumina y siento la melancólica agonía de una vieja herramienta abandonada. Ya se quedaron muy atrás las mañanas en las que ponía en los arroyos lágrimas de acero y enseñaba a los pájaros la canción de la ira. Ahora la canción suena a muerte y a rocío, tañen las campanas negras como lamentos de mujeres ciegas y mi canto se enmohece ahíto de ausencias y de heridas. Ya no puedo fingir mi rostro contra el viento, era otra edad cuando mis dedos acariciaban como pétalos y envidiaba a los recios zorzales que huían de las ramas afiladas del invierno. Han devenido en abuelas venerables algunos cuerpos que trabajé desnudos en estrecha relación con los relámpagos y cuando ahora, de lejos, nos miramos, ya solo puedo ver, como un instante amarillo, el resplandor vencido de sus lejanos párpados. La memoria es mortal y muchas tardes pone su rosa enferma en mis oídos; la otra tarde, mientras contemplaba el castillo a lo lejos, un ruiseñor absorto en la ceniza sacaba de sus negras entrañas musicales los fantasmas que, como látigos vivos, fustigan el alevoso olvido de las oscuras celdas y sus presos. Tal vez ahora podáis comprender por qué ya no me dejan que vaya a Cuellar solo y únicamente me permitan, de vez en cuando, que pueda festejar con amigos y vino la indecente festividad de mis naufragios.

 

 

No detenerse.
Y cuando ya parezca
que has naufragado para siempre en los ciegos meandros
de la luz, beber aún en la desposesión oscura,
en donde sólo nace el sol radiante de la noche.


Luis Cernuda