El rastro de la culebra

Exlibris Ediciones

En “El rastro de la culebra” se cuenta la historia de dos familias a lo largo de los últimos sesenta años de la vida española. El hijo de un ferroviario y la hija de un prócer del régimen de Franco viven una peculiar e intermitente historia de amor, al hilo de la cual, desfilan ante el lector los sucesos y personajes más relevantes de la vida política y cultural desde los años cuarenta hasta la actualidad. El apogeo y declive de la dictadura, la represión contra las organizaciones obreras y su paulatino auge, la intrahistoria de la transición y los acontecimientos de la actualidad política y social se cuentan apoyados en una extensa nómina de personalidades de la vida real que comparten la trama con los personajes de ficción.

A través del protagonista masculino de la novela, profesor de literatura y estudioso de don Antonio Machado, se pone al alcance del lector un enfoque exhaustivo y actualizado de la biografía y la obra del poeta sevillano, así como una visión apasionada de un buen número de escritores de la literatura de todos los tiempos. Y de la mano de la protagonista femenina, entusiasta de los movimientos sociales, la novela hace una incursión en los movimientos vindicativos que nacieron en las revueltas de los años sesenta, desde el feminismo al ecologismo, llegando hasta las organizaciones actuales para la recuperación de la memoria histórica.

"El rastro de la culebra" es hasta ahora la obra más ambiciosa de José Luis G. Coronado. Incluimos dos fragmentos de la novela.

 

 

 

Fernando Alba, 2008

 

Mientras la tarde se va perdiendo entre visillos un día más con la tenue sobriedad de las cosas cotidianas, el viejo debiera sentir pero no siente que el frió perseverante de sus manos hace demasiado tiempo que no tiene nada que ver con el invierno. Cuando le veo cerrar los ojos lentamente, adivino su mórbida e inexorable inmersión en la placenta de escarcha del olvido. Es un ejercicio más de contumacia suicida, aunque le sea ajena la conciencia de que ya no forma parte de ningún entorno y el hecho mismo de seguir vivo sea la más inexplicable de todas las paradojas que le acechan. Hace ya tiempo, cuando se extinguió del todo el fuego de estrellas de la juventud y se terminó sin gloria el combustible de los sueños, renunció al calor de cualquier fuego y vive sus fríos sin la certidumbre de que ellos están configurando la única y contundente senda transitable hacia el abismo rotundo de la nada. Al principio despacio, de uno en uno, luego en tropel, con esa encantada y furiosa fugacidad con la que el viento agita el vuelo de las mariposas en su huida, se le han ido esfumando los recuerdos. Uno de los últimos ejercicios de su voluntad fue ese: apagar el rescoldo de la hoguera porque no ha querido asistir al sobresalto de volver a presenciar el resurgir mentiroso de cualquier ascua nueva. En ese frío de las manos están escritas la verdad rutilante de su muerte y el espejismo sombrío de su vida; en ese frío anochecido se le han ido fraguando a diario las certezas e intentar asirse a cualquier forma de calor hubiera sido como intentar afirmar la ceniza de los sueños en el estante herrumbroso en el que se le fueron depositando las ausencias. No existe la fragua eterna, ni resucitará el tizón de la infancia, ni volverá a calentarle el aire que rodea la llama del sarmiento. Agradezco las palabras a Claudio Rodríguez, aunque para mi hoy signifiquen algo muy distinto de lo que él poeta quiso decir, casi contrario. Porque yo no consigo evadirme del intrincado bosque verbal ni de la urdimbre venenosa de los poetas que tanto me hicieron soñar en otro tiempo. Fuera deja sentir su ventisca el invierno, está oscuro y es muy tarde. Su costumbre de cerrar los ojos a la hora del ocaso es la evidencia de que quisiera evadirse de toda idea de crepúsculo y deseara adentrarse cuanto antes en la densa pleamar de sus tinieblas hirsutas. Mientas veo su figura difuminarse contra la luz desvanecida de la tarde, imagino su débil corazón anhelando y clamando a la noche eterna para que le tome en sus brazos como a un hijo porque, como Pessoa, ha abandonado ya definitivamente su reino de ensueños y cansancios. Quiero pensar que se rebela ante el futuro de la luz de mañana que, si viene, vendrá a matar los oráculos del sueño; y lo imagino aferrado a la idea de que el surco de hoy va ser el último vestigio suyo que deberá quedar sobre la faz de la tierra. Ha renunciado ya a ver su figura erguida contra el paisaje y a que ser humano alguno le vuelva a humillar con el soplo corrupto del consuelo. Su deseo es dormir y que los vellones de niebla que permanecen en la noche engarfiados a las cumbres se espesen y oscurezcan y crezcan contra el día impidiendo que pueda abrirse otra vez una puerta nueva, cualquier puerta. Ya se quedaron muy atrás el cabeceo sencillo del sembrado y el más persuasivo del heno que germina. Se siente limpio, no necesita lavarse en la tierra como un pájaro. Renunció sin saberlo a la tibia respiración del pan reciente, a la acritud silvestre del moral, y ya no le daña el ritmo de las cosas. No quiere tener que comparecer de nuevo en la llanada hecha de espacio ni tener que volver a elegir en las encrucijadas de ningún camino. Lo siento mucho por ti, Claudio Rodríguez, pero el viejo sólo añora yacer como un alma de ave bajo la cúpula de un árbol y no volver a formar parte de lo que resucita con la luz de los días. Abomina del alba. Quiere postrarse en una noche de preñez del mundo, en una noche inmensa de intimidad lasciva para que no amanezca más y no quede nada seguro bajo el cielo. El agua de la vida no volverá a mover para él ningún molino ni soplará el aire retador contra el que erguirse en contubernio esperanzado ni tañerán su salmodia compasiva las campanas del recuerdo ni volverá a haber en su aliento ningún misterio; y su mirada seca, sin resina, ha renunciado a la levadura de cualquier resplandor definitivo. No espera, no quiere un día nuevo. Todo será pronto por fin invisible quietud y, en efecto, no habrá lugar para ninguna melodía inesperada. Ha rebosado ya su mar del alma y llegará la paz cuando ya no quede el mínimo resquicio de aire entre sus dedos. Porque mi padre, aunque aun respire, ya está muerto, enterrado en ese desván de ruinas infrahumanas, en ese almiar de viejos cadavéricos al que no llega la piedad.

 

 

 

 

Diario de Almudena

 

2/4/2006

 

“Lo que más me dolió no fueron los golpes, ni los insultos, ni las vejaciones de la violación, lo que más me dolió fue la mirada tristísima de mi marido que estaba viéndolo todo mientras agonizaba.”

 

Agueda Molina

 

(95 años)

 

Con toda seguridad, esta es la frase más dura que he escuchado de un superviviente en los tres años que llevo mezclada en este trajín de muertos y fosas. La anciana me abrió su corazón el sábado mientras tomábamos un café en el salón soleado de la residencia de ancianos. Los hechos habían ocurrido hacía setenta y un años, una noche de agosto de mil novecientos treinta y seis; y esa mujer, apenas un rebujo de pergamino y un hilo de voz, los había cumplido todos bajo un luto perenne, temeroso, riguroso y callado. Crió y vio crecer a un hijo concebido aquella noche de vesanía extrema y lo mantuvo mientras vivió en el recuerdo fervoroso de un padre que no era el suyo. El hijo murió hace ya quince años desconociendo el secreto de su origen. Ayer domingo, cuando empezaron a aparecer los esqueletos, ella afiló los dos alfileres de sus ojos negros, lo único que parecía verdaderamente vivo en ella, convencida, me había dicho, de que era capaz de conocer a su marido con sólo ver sus huesos. Al borde de la cinta que limitaba la fosa la sostenían dos nietos que esperaban con una ansiedad emboscada que la abuela señalara con su bastón cual de las calaveras que iban apareciendo era la de el que ellos creían que había sido su abuelo. Según las informaciones recabadas por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, en aquella fosa tenían que aparecer los restos de catorce cadáveres. Era la cosecha de tres noches de cuchillos largos por los cuartelillos de la comarca los días de San Roque, la Virgen y el domingo dieciséis. Entre los que se suponía que debían estar enterrados allí había dos alcaldes pedáneos del PSOE, un maestro republicano y cuatro braceros sindicalistas; del resto, hasta los catorce, no se tenían noticias de que hubieran tenido una especial significación política, según los testimonios de las familias; se trataba de personas que, como mucho, no habían visto con malos ojos el advenimiento de la República. Florencio Gómez, el marido de María, había participado en una merienda para celebrar el triunfo del Frente Popular en febrero del treinta y seis y, junto a otros ocho o diez mozos, había salido a la calle cantando el Himno de Riego. Pero María me dijo el sábado que ella siempre había estado segura de que no lo mataron por eso. Según ella, el motivo por el que detuvieron, torturaron y mataron a su marido fueron los celos. Ella había sido muy guapa de joven y había tenido algunos pretendientes; entre ellos, el hijo de un terrateniente, un cacicón de derechas, que se llamaba Antonio Asenjo, que tenía además una fábrica de harinas. Ahora, mientras escribo esto, estoy viendo la cara emocionada de María cuando me estaba diciendo con su voz de pajarillo que ella, desde que tuvo idea de lo que era el amor, sólo había tenido ojos para su Florencio. Los Asenjo, el padre y el hijo, se habían apuntado a Falange desde el primer día y la noche de marras fue el padre, con su pistola al cinto, su camisa azul y su brillante correaje el que había incitado al hijo a vengar la supuesta afrenta, matando al rival mientras violaban en cuadrilla a la mujer en su presencia. En el relato de María noté un trasfondo como si, de alguna manera, ella se sintiera lejanamente culpable. Qué triste todo.

 

Cuando paseaba el sábado por las calles arruinadas del ese pueblucho medio abandonado me pareció que olía solo a humo de leña, boñigas y yerba seca, pero ahora, mientras escribo, pienso que lo que latía con el viento en aquel ambiente sereno y silencioso eran las ausencias. Parece imposible que en ese entorno de calma apagada se hubiera desatado alguna vez una violencia tan feroz, tan sin piedad. Pero la fosa que abrimos ayer, junto a las otras dos que se abrirán la próxima semana, son contumaces. ¡Cuánta sangre innecesaria!

 

Ayer amaneció un día hermoso y soleado. A las ocho de la mañana, junto al poyo redondo que había servido en otro tiempo de alcorque a la olma de la plaza, no juntamos todos: los de la ARMH, con Emilio al frente, que lleva ya siete años buscando y abriendo fosas desde que abriera la primera en Priaranza del Bierzo para recuperar a su abuelo; Francisco Etxeberria, el forense, otro veterano en esa lides; David y Jaime, los arqueólogos; los cinco voluntarios de la Asociación, ya expertos en estas macabras excavaciones, y yo con mi viejo zurrón que ahora me sirve para todo el trasiego de papeles y documentos; estaba también un sargento de la guardia civil con dos números y el alcalde del pueblo. Se mandó una comunicación al juez, pero no se le esperaba ni se presentó. Al final, había podido concitar a los familiares de doce de los enterrados que, antes de las nueve estaban todos allí; de los otros dos no he sabido dar con el paradero de nadie que pudiera estar interesado en reclamar sus restos. Es mi tercera exhumación y hasta ahora siempre había contado con algún familiar que se hiciera cargo de los restos. Me ha resultado especialmente penoso negociar un sitio en el cementerio para que los dos que no han sido reclamados fueran enterrados en una tumba compartida. Esta noche he soñado con ellos, huesos huérfanos, los dos solos, residuos de restos, en el laboratorio de Antropología después de las identificaciones de los otros. La mayoría de estos procedimientos son alegales. Hay mucha gente en contra de que la paz llegue a los muertos y los que no lo están miran demasiadas veces de soslayo. Y no lo entiendo, porque ni en nosotros ni en las familias que reclaman hay espíritu alguno de revancha. ¿Resulta tan difícil comprender que la gente quiera recuperar los restos de sus familiares para enterrarlos con alguna dignidad?

 

El paraje en el que estaba localizada la fosa resultaba paradójico: una pradera no lejos de un arroyo, rodeada de fresnos viejos, con un horizonte silvestre de montes y sierras. El pequeño túmulo no levantaba más de dos palmos junto a una pared de piedras sueltas que hacía de medianera entre dos prados. Aquel depósito de muerte no había podido encontrar un lugar menos adecuado para su ocultación macabra porque en derredor todo era un canto a la vida. Aunque ya llevo algún tiempo en esto, no consigo habituarme a algunas escenas de una inocencia estremecedora que se repiten casi calcadas cada vez que hacemos un desenterramiento. Esta vez ha sido María y toda su vida llevando a solas el recuerdo de la tremenda vejación y de sus consecuencias. Pero allí estaba, sujetando contra su pecho el sobre donde yo sabía que guardaba la fotografía del día de su boda con Florencio. ¿Qué extraña esperanza, qué anhelo oculto y enigmático hacía que María y varios más llevarán como tesoros hasta el pie de la fosa las últimas fotografías de sus deudos? Es como si abrigaran la enajenada ilusión de que va a ser posible hallar alguna semejanza entre aquellos rostros sonrientes y algo borrosos de las fotos y la expresión displicente, lejana y macabra de las calaveras. La fosa de ayer no era profunda, apenas hubo que ahondar la excavación un metro para que empezaran a aparecer los primeros restos. Yo estaba cerca de María y pude escuchar su vocecilla de pájaro diciendo a sus nietos: “El abuelo saldrá el último”. Y ante la pregunta de uno de ellos de por qué lo sabía, su respuesta fue escueta: “Porque cuando lo trajeron aquí ya estaba muerto”.