Canción de esquina

 

“Canción de esquina”  es el relato  de  la  lucha  desigual de un

indivíduo contra el sistema.  Después de que un medicamento causara la muerte de su esposa, el protagonista empieza una lucha desigual contra una multinacional farmacéutica en demanda de un justo resarcimiento. Aniquilado por la connivencia entre los poderes financieros, políticos y judiciales, ese hombre solo y arruinado socialmente, decide tomarse la justicia por su mano.

“Canción de esquina” es la descarnada historia de esa venganza,

al hilo de la cual, se ponen de manifiesto las cloacas del poder,

las turbias relaciones entre los estados y las transnacionales,

así como el mercado negro de armas químicas  y

la adulteración de medicamentos.

 

 

Capítulo 1

 

Como todas las mañanas, cuando Carlos Pueyo levantó la vista mientras se llevaba a los labios la jarra de café, la mirada se le quedó enredada en la fotografía que desde un marco oxidado presidía la pared de enfrente; ese acto instintivo le ponía cada día en la senda obstinada que venía transitando desde hacía dos años con la tenacidad y la constancia de una roca inmune a la erosión. En ese tiempo, su mente había ido arrinconando metódicamente las pasiones y los afectos de la vida corriente y los había sustituido por una contumaz y endemoniada obsesión por la venganza. Mientras terminaba de desayunar, reconoció sin emoción la cochambre de la cocina y no echó en falta la calidez que había albergado en otro tiempo, en vida de su mujer. Hacía ya tiempo que, a pesar de la fotografía, tampoco echaba en falta a su mujer. Lo que había sido una alborada de amor, una pasión de apacibles sonrisas y sueños extendidos, un proyecto hasta más allá de la voluntad y del deseo, se había roto un mal día en mil pedazos arrasando todo vestigio de futuro y depositando su vida en un violento carnaval de rencor y un turbulento cenagal de encono. Hacía tiempo que todo estaba manga por hombro en su vida cotidiana: los cacharros se apilaban sucios en el fregadero, se acumulaba la pelusa en los rincones y nadie arrancaba las hojas de un calendario amarillento que una vez había servido para contar la familiar y hechizada gloria de las fechas. Encendió un cigarrillo y empezó a pensar en los últimos retoques que pudiera dar a la estrategia con la que se proponía tramitar la reunión esencial que tenía a las once. Se afeitó ignorando su rostro en el espejo como si realmente estuviera ciego y eligió minuciosamente el atuendo para la ocasión: el traje oscuro que estrenó hacía casi diez años para hacerse la orla de licenciado en Historia por la Universidad de Madrid. No lo eligió en recuerdo de aquel evento que a esas alturas le parecía remoto y ajeno, sino porque era el uniforme que había estado usando mientras duraron las implacables confrontaciones legales contra la muralla inexpugnable de la multinacional y sus cohortes de esbirros y leguleyos. Se fijó con una meticulosidad de comediante la barba postiza y dio por bueno el camuflaje que habría de registrarse por las cámaras de seguridad. Repasó el contenido de la cartera de mano y comprobó que, además de los papeles para la reunión trucada y los guantes, la jeringa del antídoto estaba cargada y dispuesta para un uso apresurado si es que sucedía algo no previsto y la cosa se complicaba. Confirmó que el bastón de ciego, modificado en su extremo para la ocasión, funcionaba correctamente y, por último, se caló las grandes gafas ahumadas. Antes de salir, abrió el frigorífico, sacó la ampollita de cristal, la envolvió en algodón y la guardó cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta. Era la primera vez que iba a poner en práctica el estudiado ritual de su venganza y eso quería decir que iba a cubrir la primera etapa de una carrera que estaba programada a cuatro. Tenía absolutamente asumidos y aceptados esos cuatro objetivos como los jalones que iban a conformar el trágico devenir del resto su vida. Después, ya podría dejarse morir. A las once menos cuarto, estaba subiendo en el ascensor hasta el piso veintitrés del edificio de oficinas en el que estaba ubicada la sede central de la Chemical Absat. Se presentó en la recepción de la planta con su nombre de pega y dijo tener cita con don Jaime Barquero, vicepresidente de la firma en España. La secretaria descolgó un teléfono y, tras consultar, le invitó a sentarse en uno de los cómodos sillones de un espacio para la espera al que se abrían grandes ventanales desde los que se podía contemplar una amplia panorámica del Madrid de las grandes empresas. Cuando extendió el bastón de ciego y la señorita intentó conducirle del brazo, rehusó cortésmente y tanteó el espacio hasta sentarse. Mientras esperaba, calculó los pasos exactos para una huida franca entre el pasillo en el que se abrían los despachos y la puerta del ascensor y la escalera. Su mente era un apéndice impermeable a cualquier percepción que no fuera la acción que se proponía llevar a cabo en el mismo momento en que le fuera franqueada la entrada al despacho del vicepresidente. Sonó el interfono y la secretaria se levantó para acompañarle mostrando esa solícita actitud que es común en el intento inseguro de orientar a los ciegos. La joven le acompañó hasta la última puerta al fondo del pasillo, la entreabrió y le anunció. El despacho era amplio y bien iluminado. Barquero le esperaba de pie, al otro lado de una formidable mesa de cristal; le tendió la mano en un acto reflejo antes de invitarle cortésmente a que se sentara en uno de los confidentes. Carlos Pueyo estaba ya interpretando a fondo su papel: ya era del todo el abogado ciego Alberto Castresana, que había sido convocado a una entrevista personal como primer eslabón de una cadena de pruebas para, supuestamente, optar al cargo de asesor en el Gabinete de Recursos Humanos de la Chemical Absat. Ignoró la mano tendida y se sentó frente al director. Mientras salía la secretaria y cerraba la puerta tras de sí, Barquero estaba abriendo la carpeta del dossier; la hojeó por encima y, cuando iba a empezar a hablar, un sobresalto le paralizó. El rostro que tenía enfrente le resultaba familiar. Carlos Pueyo, tras sus gafas oscuras, percibió el estupor del otro con la certeza de que toda aquella escena formaba parte de una película ya vista. Primero fue el gesto de sorpresa, el instante de duda, la mirada fija queriendo corroborar, y al final la constatación: “Pero usted es...”. Su pose de ciego le permitía observar sin necesidad de darse por aludido; esperaba la exclamación que se produjo seguidamente: “¡Usted es Pueyo!”. Imperturbable, como si aquella afirmación no le incumbiera, el todavía ciego observaba con una fruición premeditada la agitación creciente en los gestos de Barquero. “¡Usted es Carlos Pueyo!”, repitió convencido del todo. “¿Qué significa esto?”. Pueyo se quitó las gafas ahumadas y le miró con todo el hielo que su corazón había ido guardando durante demasiado tiempo. Seca, fríamente, como si declamara un texto mil veces ensayado, arrastrando las sílabas, enunció con rotundidad: “En efecto, Barquero; soy el viejo fantasma que viene del pasado a cobrarse la deuda”. Entre los dos, sobre el cristal brillante de la mesa, se pusieron de pie todos los hechos que tiempo atrás habían sido la causa de un horrible suceso: la muerte de Rosa Luengo y todo el caudal de ignominiosas acciones legales que acabaron suponiendo la ruina psicológica y moral de Carlos Pueyo y eximiendo a la Chemical Absat de asumir las responsabilidades que les deberían haber correspondido, ocultando la verdad y sumiéndole en el pozo ciego de amargura del que ya nunca conseguiría escapar. La venganza no le resarciría de la pérdida de Rosa ni le devolvería la paz interior pero, al menos, le servía para seguir viviendo. Aprovechando el desconcierto, Pueyo recitó el texto entero de su papel mil veces repetido:

-Creías haber matado el fantasma sólo porque hayas conseguido dormir por las noches del tirón; pero el fantasma no estaba muerto. ¡Aquí estoy!

 Superado el impacto de la sorpresa, Barquero pareció afirmarse; agitó los papeles del dossier y preguntó:

-¿Qué significa todo esto?

Carlos Pueyo, que seguía mirándole con la intensidad que le proporcionaban los años de rencor, con una frialdad que hacía dudar al otro, siguiendo al pie de la letra el guión que había refinado a lo ancho de muchas  horas de cólera  tenaz, le dijo suavemente:

-Vengo a cobrar. Hay deudas que no prescriben.

Mientras el insigne investigador y ejecutivo encajaba la frase, Pueyo estaba metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacando oculta en el puño la ampollita de cristal. Ante la inminencia del momento decisivo, apenas escuchó las palabras de Barquero:

-Señor Pueyo, aquello es agua pasada. Fue un incidente penoso pero la justicia se pronunció con claridad. ¿Qué se propone usted a estas alturas?

En ese momento, el falso ciego, tomando aire, empujado por la fuerza que le daba el resentimiento amasado en tantas noches de insomnios turbulentos, contestó escuetamente:

-Me propongo matarle.

Hacía falta una presencia de ánimo que Barquero no tenía para escuchar una amenaza así sin inmutarse. Un temblor nervioso empezó a agitarle el mentón y durante un momento las manos se le movieron entre los objetos de la mesa sin control aparente. El puño cerrado de Pueyo, por el contrario, se había descolgado a lo largo del cuerpo y se había abierto dejando caer suavemente la pequeña ampolla en la moqueta.

-¡Está usted loco! –casi gritaba el director- ¡Salga usted inmediatamente del despacho! ¡En dos minutos están aquí los guardias de seguridad! – Hizo el ademán de marcar en el teléfono.

-Me sobra tiempo. –dijo Pueyo sin levantar la voz.

Había accionado un resorte en el bastón de ciego y con un artilugio que se abrió al extremo rompió la ampolla. Se levantó, plegó el bastón, lo dejó sobre la mesa y se despidió:

-Adiós señor Barquero. Estamos en paz. Le dejo el bastón como recuerdo.

Se volvió a calar las gafas negras y se dirigió a buen paso hacia la puerta. Tenía apenas unos segundos para evadirse de los efectos del gas. Alcanzó el ascensor con una agilidad que dejó perpleja a la secretaria y se apresuró a encontrar un lugar disimulado donde inyectarse con la jeringa la dosis de atropina que llevaba en la cartera; era el mejor antídoto conocido para evitar los efectos letales del sarín.