El tagarote

1ª edición en Cátedra y 2ª edición en Viscardi

 

 

Premio Angel Guerra de novela 1986

 

El tagarote es un hombre alto y desgarbado, hidalgo pobre que se arrima y pega la manga donde puede comer sin costarle nada. "El tagarote" es la historia de un joven sin nombre en el Madrid de la transición que, como tantos otros, se busca la vida en los ambientes marginales de la capital y lucha por integrarse en algún reducto humano al rescoldo de una mínima seguridad y unos efectos precarios, capaces de permitirle sentirse una persona. En clave de novela picaresca, el personaje trenza una bella trama de amistad y subsistencia en un Madrid y en unos años en los que, a pesar de la primacía de los hechos políticos, también fue necesario vivir y enamorarse.

 

 

 

 

Capítulo primero

 

 

Dentro del bolsillo izquierdo del pantalón, clavándo­seme en la palma de la mano una moneda de cincuenta, llevaba el puño fuertemente cerrado sobre las trescientas diez pesetas arrojadas por el último y rápido balance, inmediatamente anterior al desahucio. Vi cómo se me alzaba el brazo derecho y cómo la mano se me iba estirando convulsivamente hasta que los dedos alcanza­ron la rigidez total. Esa mano enarbolada se cerró de pronto y cayó rotundamente sobre el bolillo de metal, verdín alguna vez dorado, que remataba el barandal de la escalera. Acompañado de golpeteos groseros y quejo­sos, el bolillo rodó sobre el enlosado del portal, degra­dándose su condición de objeto útil a la de simple trasto sin provecho alguno. Enfrente, la luz gris y neblinosa de una mañana fría de noviembre; y coincidiendo con una maldición insustancial, una patada certera, seca y con­tundente, puso el bolillo fuera de los confines habitables, en medio de la inhospitalidad exterior, rebajada ya su condición, definitivamente, a la de cosa indefinida que se abandona a la intemperie. Así le vi desde la acera, como en un espejo, apretados los dientes e incapaz de otro impulso que el de guardarme también en el bolsillo la mano derecha. Falto de otra inercia por la que pudiera dejarme arrastrar, incrusté la cabeza entre los hombros y eché a andar. Iba repasando instintivamente cada raya, cada grieta de la acera, ese día enlodadas como pequeñas ciénagas. Grietas y rayas ya casi familiares para mí, después de cuatro meses de hacer el mismo recorrido, siempre con la mirada a un palmo de ellas, inventando la excusa, el pretexto capaz de ablandar un corazón encallecido por la rutina y los usos de un mísero comercio de cobijos. Diez minutos antes, en el segundo rellano de la escalera que acababa de bajar, se había cerrado un nuevo eslabón de mi cadena de penado, colgando de la cual, seguía la bola informe y grávida de mi existencia obscena. Diez minutos antes, tan sólo diez minutos antes, el cuerpo inmenso de aquella, que ya veía tan lejana, gorgona aragonesa había ocupado hasta re­bosar la puerta del piso y había dictado su sentencia inapelable, transmutándome una vez más de mi, aunque efímera y eventual, condición humana a la tantas veces sufrida cualidad de objeto casi inanimado, impulsado a rodar sin norte y sin destino:

«...Y no vuelvas más por aquí. Ni a por los cuatro trastos del equipaje. Con ellos no me pagas ni la mitad de los cuatro meses que me debes. Y da gracias que te he pillado vestido. Y con gabardina. Que mi intención era dejarte en cueros. ¿Pues no se ha pensado el tío que puede reírse de mí cualquier don nadie? Aquí, el que no paga va a la calle. ¿Te enteras? ¡Pues buena gana...! Como si a una le regalaran el pan.»

Luego, el portazo seco y la continuación sincopada de un discurso de improperios que se iba perdiendo a medida que la mujer se adentraba por los pasillos de la casa.

Así es que andar era lo único que podía hacer. Andar movido por un viento de desgana en blanco y negro, abrigado por la cálida sensación de no tener destino, inmerso en el raro sosiego de la ciudad, que se me aparecía calmada y densa como un estanque umbrío, y en el que las gentes, más que andar, semejaban flotar entre el asombro y la expectativa.

Aunque no se notaba la ausencia de ruidos normales, por encima de ellos, un halo espeso, como de plomo y cuajarón, envolvía mansamente los quehaceres y las cosas. La poca gente que andaba por las calles no habla­ba apenas; y cuando lo hacía, era en voz baja. Se veían corrillos escuetos, bisbiseantes, de los que surgían unas miradas furtivas barriendo el entorno como lenguas niqueladas de algún pequeño faro. Miradas inciertas como heraldos, tras de las cuales era difícil saber si se anunciaba una lágrima o una carcajada, ambas histéri­cas.

Al pasar frente a un bar, creí oír el chasquido rotun­do y firme de una blasfemia; y tras ella, un arrastrado asentimiento de tres voces humanas, en todo semejantes al crujir de una arpillera que estuviera siendo rasgada con las manos. Me pareció escuchar como un: «¡Ya era hora!» Entonces levanté la cabeza y pude ver a unos hombres haciendo corro junto al mostrador, chocando sus vasos sorda y secamente, antes de que volvieran a intercambiarse las chispas de los ojos y a seguir su hablar tenso y rasgado, acompañado de tan duros ademanes, que bien parecían cuatro cacheteros en trance de apuntillar certeramente su pasado. «¡Ya era hora!», oí de nuevo; esta vez del todo claramente. Y al conjuro de esa frase, me vi trasladado interiormente a un par de noches antes, cuando todavía el mundo me había permitido una porción diminuta de esperanza y, a solas en mi cuarto, había sorbido el deseo de que esa muerte fuera para mí y para otros muchos como el rayo primero de sol que, después de tanta niebla, permite salir a la calle y admirarse del brillo nuevo y fresco de las cosas; a un par de noches antes, después del cotidiano rosario de heces, diagnósticos, melenas y tratamientos, cuando yo había estado pensando que de alguna manera habrían de cambiar las cosas para mí cuando él muriera. Lo había recordado de golpe al ver el júbilo soterrado de los hombres del bar. Ávida, instintivamente, salí corriendo hacia el puesto de periódicos. Cuatro, cinco, seis pilas de ellos, con grandes titulares y orlas inmensas, aseguraban a mis ojos incrédulos que sí, que al fin era verdad. Puede sentirse una verdad, puede saberse con certeza, pero con cuánta dificultad consentimos que nos entre por los ojos. La gente iba adquiriendo ejemplares sin hacer comentarios, manifestándose apenas por la triste o alegre expre­sión de sus pupilas o por el temblor o calma nerviosos de sus manos. Todos en silencio. Levanté los ojos para humedecerme la mirada en la tenue llovizna y los bajé luego a las hojas pisoteadas y muertas que había caído de los árboles. Se me olvidó de pronto mi pasado, mis cuitas personales. Saqué dinero y compré un ejemplar de cada pila. A medida que me alejaba del quiosco, iba mirando con ansiedad todas las portadas, todos los calcos de aquella efigie perenne tantos años, barajándo­los sin pasar de las primeras páginas: «Franco ha muerto.» «Deportista ejemplar.» «Ha muerto Franco.» «Ha muerto.» «A las cuatro cuarenta de la mañana.» «A las 4,20 de la mañana.» «A las cinco veinticinco horas del día veinte.»

Fui a sentarme en un banco de la calle, a dejar vagar mi vista sin leerlas por aquel montón de reiteraciones. Sin querer, me iba trasladando al ambiente de formol y náusea de las salas de hospital, a las postreras horas entre cables y drogas, a la última agonía entre la impo­tencia y las interrogaciones. Como si hubiera visto por una cerradura los momentos finales, pensé que había debido tener el fin que mereció: una agonía lenta entre fantasmas.

En esos momentos, yo había olvidado si tenía razo­nes personales para odiar, para alegrarme de aquella muerte tan lenta y justiciera; pero la alegría, si aquello era simplemente alegría, no era por mí ni por nadie en concreto. Era como un regocijo telúrico, como si mi alivio se moviera en una dimensión desconocida, al unísono con cientos de miles de corazones que estuvieran empezando a latir esperanzadamente. Tenía la sensación, sentado solo en aquel banco de la calle, con los periódicos doblados sobre mis rodillas, de compartir un gran suspiro solidario, la expectativa clara de un futuro, la inminencia de un cambio. Miré a lo alto varias veces con la certeza de que algún rayo de sol habría de partir el invernizo e iluminar las calles, pero sólo vi la llovizna y el pausado y triste descolgarse de las hojas, cayendo blandamente en el barrizal de la calle. Me levanté, guardé los periódicos en el bolsillo de la gabardina y me fui al metro.

Por momentos, un raro temblor se apoderaba de mí, y una extraña sensación de presagio me ilusionaba con la idea de estar asistiendo a un día histórico. En algún lugar del gallinero de mi mente se forjaba la visión de un lejano futuro en la que yo estaba sentado al sol de un parque contando a dos niños la experiencia de haber es­tado vivo en ese día. Dentro del vagón, recostado en una de las puertas, veía pasar fugaz la oscuridad mientras fecundaba ese pequeño ramo de ilusiones y me iba eri­giendo interiormente en testigo de cargo de la Historia.

Cuando llamé a la puerta de Carlos, mientras espera­ba que me abriera, tuve un amago de encuentro con mi realidad personal, un atisbo de toma de conciencia del hecho de haber sido expulsado de la pensión. Pero la puerta se abrió antes de que una ligera sensación de abatimiento hiciera presa en mí, y Carlos, un tanto sor­prendido de verme, me arrastrara hacia el pasillo, cerrara la puerta rápidamente y cortara mi expresión de júbilo con un:

—¡Calla, calla...! Date prisa, llegas a tiempo. Va a hablar Arias.

Le seguí hasta el salón con una ansiedad naciente que iba creciendo al ver la suya, al ver el gesto pendiente de Chichu sentada en la alfombra, que apenas levantó lige­ramente la mano derecha a modo de saludo sin apartar los ojos del televisor.

Mientras la voz del conocido locutor de los grandes momentos anunciaba al Presidente del Gobierno, tomé asiento en un mullido sofá y pasé revista a la habitación sin conseguir que la excitación del momento oscureciera del todo una pequeña traza de livor involuntario. Sobre una mesita de centro quedaban todavía restos de un desayuno comple­to: la cafetera, las dos tazas, la mermelada, las migas de las tostadas, servilletas, zumo de naranja y algunas revis­tas repartidas por el suelo mezcladas con los almohado­nes. En el momento en que mi vista iba a posarse sobro el Guernica de la pared, enmarcado en blanco, apareció en la pantalla la imagen llorosa y consternada, mitad mono, mitad murciélago hirsuto, de quien procedió a leernos el testamento político del ya sí, asumido definiti­vamente, difunto. Cuando una lágrima rodó entre las arrugas del envejecido grumete, mostrándonos el agudo dolor que le causaba la muerte de su capitán, un despec­tivo: «Pues no se pone a llorar...», rompió nuestro silen­cio; y Carlos, con los brazos en alto, excesivamente alegre, mirándome como si yo fuera un auditorio empezó a vociferar:

Alea iacta est. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Cómo lo ves? Y parecía que nunca íbamos a quitárnos­lo de encima. No hay mal que cien años dure ni caudillo que los aguante. ¡La hostia, qué oblea me voy a agarrar hoy! Pillaré una chispa tan gorda que pasará a la histo­ria emulando al acontecimiento funeral del día de la fecha. ¡Eh, Chichu, levanta! Saca una botella y vamos a brindar.

Pero Chichu permanecía fija en la pantalla, sentada como un piel roja y moviendo ligeramente la cabeza al compás de las notas del Himno Nacional. Carlos se inclinó junto a ella, pasó la mano extendida frente a sus ojos y se levantó exclamando:

— ¡Qué pedo, tesoro! —y mirándome a mí—. No veas qué fumaque se ha enchuligado. Figúrate que me ha dicho que para una fumada el «Catuli Carmina» y el «Carmina Burana» iban a ser pecata minuta comparados con el mensaje de Arias.

Se volvió de nuevo hacia ella, la zarandeó suave­mente y entre risas, mientras levantaba y dejaba caer el pelo de la chica, sonreía diciendo:

— ¿Dónde estás, Chichu, amor? ¿Has aparcado en alguna nube esperando el paso de tu general?

Ella sonreía ligeramente desde su galaxia de hierba inconsecuente y le miraba con una blandura tierna y ajena desde el fondo de aquellos ojos que tanto me gustaban. Carlos le seguía gritando:

¡Baja, amor! Baja a este mundo enlutado y feliz donde nos espera un día entero de juerga y bacanal. Dos meses enteros esperando este día. Baja, nenita, que tenemos que celebrarlo por todo lo alto.

Ella iba poco a poco ampliando su sonrisa imperso­nal, contagiada por la risa frenética de Carlos, que seguía arrullándola mientras le hablaba.

—Mira, mira, mira, Chichu, encanto. ¿Quién ha de­positado a mi palomita en las alturas? ¿Tal vez te has elevado agarrada al sable del Generalísimo? Baja, amor, vamos a echar un trago. Estamos esperando tu vuelta entre los vivos! Chichu, amor...

Y venciéndola por los hombros rodó con ella por el suelo entre risas y besos.

Mientras ellos jugaban y reían, me serví café en la taza que una remota ilusión me hizo pensar que era de Chichu, lo bebí frío y sin azúcar y apuré después la jarra de zumo de naranja. Ellos seguían revolcándose y riendo. Un muslo al descubierto de Chichu me hizo abandonar el curso de la Historia; y la mano de Carlos recorriéndo­lo y presionándolo me hizo pensar en la inutilidad de mi modestia y en la posibilidad remota de una audacia ni más ni menos salvaje que la justa para arrancar a Carlos de aquel juego y ocupar yo su lugar, ya fuera con el exclusivo objeto de abandonar un beso único en aquella superficie tersa, cálida y presuntamente perfumada. Pero estaba sacando los periódicos del bolsillo y estaba exten­diéndolos sobre la mesa, esperando a que terminaran sus bromas para mostrarme tranquilo, afable y de ninguna manera desplazado.

Cuando se pusieron en pie, vi en Chichu un gesto uniforme y ausente, y en Carlos, que la sostenía con fuerza mientras intentaba dirigirla al dormitorio, un débil indicio de disgusto en medio de sus risas compasivas y sus palabras amables.

—Vamos, Chichu, un ratito de flex y en un par de horas estás como nueva.

Pero Chichu estaba ya bastante lejos y se agarraba a los hombros de Carlos como un náufrago. El me miró una vez como diciendo: “¿No es deliciosa esta chica?”· Pero yo noté que estaba diciéndose a sí mismo lo inoportuno de aquel exceso y lo molesto que le resultaba tener que acostarla como un fardo.

Cuando al fin consiguió llevarla a la cama y acostarla, volvió al salón, sonriente y jovial, comentando tan sólo:

—Se le ha ido la mano, pero en un par de horas estará en pie. Porque hay que celebrar el asunto, ¿no te parece?

Yo ya tenía los periódicos dispuestos para salir del paso, y se los mostraba uno a uno entre comentarios jocosos, tal vez excesivamente jocosos, tratando de retra­sar el sosiego de Carlos y su pregunta irremediable: ¿Y cómo ha sido para venir por aquí?

Me dieron ganas de estrangularle. De sobra sabía él, o se lo imaginaba, por qué tenía que recurrir a su favor de cuando en cuando. De sobra sabía él que yo andaba siempre o casi siempre a expensas de su humor o de otros humores parecidos. Como si él no conociera mi condición doblegada y envilecida, como si él, al verme entrar, no hubiera marcado ya la tarifa de zaherimiento y sumisión con que debía resarcirle de su favor postizo, de su protección bastarda. Cómo me hubiera gustado decirle de qué presumes, tiralevitas, si tú estás viviendo de favor igual que yo. Espetarle en la cara de una vez por todas lo mierda que era, lo pelota, lameculos y baboso que necesitaba ser cada día de su vida para permitirse esa fachada de generosidad conmigo. Pero estaba com­poniendo mi gesto más contrito, mi actitud más desespe­rada, para contarle, al fin, una vez más, que estaba en la puta calle, que me recogiera unos días mientras buscaba algo, que se imaginara, en un día como ese en que todo el mundo estaría de juerga, que se diera cuenta, que qué le iba a decir. Y él mostrando su gesto preocupado, tomando carrerilla para una brillante pirueta de miseri­cordia, poniéndome en el hombro una mano que le hubiera destrozado a mordiscos, diciéndome que se haría lo que se pudiera, que en fin, que las desgracias no tardarían en pasarse y que una vez muerto el reptil se abría una etapa de esperanza para todos.

—Lo único —continuó— es que estos días hay que andar con cuidado a pesar de la alegría. Ha muerto el dragón, pero los últimos coletazos pueden ser peligrosos. Ya te habrás enterado de que están presos un puñado de viejos comunistas y hay mucha gente que no se siente segura.

Y yo asintiendo con la cabeza, haciéndome cargo, diciéndole con los ojos cómo entendía que él tuviera que salir a verse con algunos compañeros por si acaso. Pero arrugándome por no escupirle la realidad de las cosas, por no tener fuerzas para decirle que sabía perfectamente adonde iría, que le conocía de sobra para saber que si había gente en peligro él se cuidaría muy mucho de aproximarse a ella, que donde él iba a ir con toda seguridad era a presumir de alegría con sus amiguetes de la progresía, a intercambiarse ocurrencias graciosas so­bre el difunto haciéndolas pasar por una ejemplar trayec­toria antifascista, falsa en su caso como un duro de plomo. A eso es a lo que él iba a salir con tanto misterio, a lo mismo que salía cada día: a vender su gracia más cotizable a tono con la fecha y a valerse del pretexto, ineludible en ese caso, para armar una buena juerga por la noche. Y a pesar de saberlo, y a pesar de morirme de ganas de soltárselo, estaba diciéndole que lo comprendía perfectamente, que no se preocupara por mí, que bastan­te hacía con dejarme dormir en su casa, que de acuerdo, que a las diez en Rosales, donde siempre.

—Muy bien —terminó—. Entonces vamos a organi­zamos. Mientras Chichu espabila, voy a aprovechar para bajarme a comprar algunas cosas para esta noche. Tú te quedas al cuidado por si llama o se pone peor. Cuando se le pase un poco el trauma —rió con la palabra—, nos vamos.

Cuando salió Carlos, conseguí disolver un amargo sabor que tenía en la boca y alegrarme tímidamente por haber asegurado un sitio donde refugiarme de momento. Me sentía más firme, menos desvalido. Empaqueté cuida­dosamente los periódicos con la clarividencia suficiente para saber que ellos eran el principio de lo que debía configurarse como mi próximo equipaje, ya que lo pues­to y ellos era lo único que tenía.

Fui al tocadiscos y busqué entre las fundas revueltas tratando de encontrar algo que reflejara mi estado, algu­na música para sentirme acompañado, para que conjugara mi cobardía, mi alegría histórica, mi contento personal y momentáneo, mi soledad y aquella proximidad de Chichu, imaginada yerta tan sólo al otro lado de una puerta. Coloqué en el plato el adagio de Albinoni y cerré los ojos para recibir con calma la paz dulce de sus compases, para imaginar que desde el otro lado de la puerta Chichu iba a llamar y a preguntar quién había puesto esa música y para soñar cómo le sonreiría yo al contestarle que era cosa mía porque sabía cuánto le gustaba. Ella sin duda me miraría y me diría qué encanto eres, ven, échate aquí, un poco, a mi lado. Así estaba yo, con los ojos cerrados a toda realidad que no fuera el reposo de la música, con los ojos cerrados a cualquier mundo que no fuera de sueños, cuando oí, del otro lado de la puerta, como un quejido, la voz de Chichu llamando débilmente a Carlos. Al entrar en la habitación, encontré un espectáculo capaz de transportarme en un instante a años luz del mundo del adagio, del mundo de mis imaginaciones y deseos. Chichu estaba echada de bruces encima de la cama, con la cabeza y medio torso fuera de ella y los cabellos caídos por el suelo ocultándole el rostro. Me arrodillé en la alfombra junto a ella y le pregunté qué le pasaba, si se sentía mal; como si no estuviera absolutamente claro que estaba pasándolo fatal en medio de unas bascas con vómito que le hacían retorcerse y de las que no se desprendían más que unas hilachas ambarinas entre la alfombra y las puntas de su pelo. Me quedé unos segundos arrodillado y quieto allí, junto a ella, sin saber qué hacer, queriendo preguntarle cómo podía ayudar pero sin hacerlo ante la evidencia de que no obtendría respuesta alguna. Ella tan sólo balbucía entrecortadamente el nombre de Carlos. En una de sus náuseas, sujeté su hombro y busqué su frente entre los cabellos para poner en ella mi mano caliente y temblorosa

Cuando le pasó, aparté la mano sin dejar de sujetarla y, a través de la tibieza que traspasaba el tejido de su bata, comencé a fijarme en el remolino ensortijado y rubio de su nuca, dejando que mis ojos se deslizaran hasta una furtiva contemplación de sus piernas y de sus muslos, destapados y pálidos. Un deseo irremediable de tocarlos me hizo aparentar que quería estirar la bata hasta cubrirlos, sin conseguirlo apenas, pero rozando con el dorso de la mano aquella piel fría, entre una sensación lejana de deseo y otra más presente de culpabilidad. Cuando noté que su respiración se hacía más regular, decidí acostarla dentro de la cama, sabiendo que iba a ser necesario incorporarla y que tendría la bata abierta por delante. La agarré por los hombros y conseguí que se sentara en la cama. Entonces vi sus pechos, pequeños, vivos, temblorosos, independientes de aquella cabeza inexpresiva, desplomada hacia atrás, que sujeté con una mano en la nuca mientras caía blandamente sobre la almohada. Me erguí para contemplarla lentamente. La bata se había abierto del todo y pude pasear la mirada sin premura por su pelo enmarañado, por sus ojos cerrados, por su boca manchada pero fresca, y me detuve en sus pechos quietos, blancos, en sus pezones diminutos. Entre sus muslos ligeramente abiertos, una braguita rosa dejaba trasparentar su oscuridad más íntima. Me incliné sin pensarlo y dejé un beso fugaz en aquel rincón mezcla de seda, sal de baño y algas marinas. De pie otra vez, me invadió una penosa sensación de insignificancia, me sentí pequeño ante aquella Chichu tendida, indiferente y adormilada. Con movi­mientos rápidos, deslicé sobre su cuerpo la ropa de la cama y la tapé. Lejos ya de toda idea de deseo, arreglé un poco su cabello, bajé la persiana hasta lograr una penumbra acogedora y salí de la habitación.

Después de colocar la aguja otra vez al principio del adagio, miré desde la ventana del salón el discurrir de la calle, que volvió a parecerme extraña en su normalidad. Sonó el teléfono y una voz desconocida se extendió en efusiones de júbilo y en declaraciones de contento antes de caer en la cuenta de que yo no era Carlos. Me dio su nombre y el encargo de avisar que llamaría más tarde. Volví a mirar a la calle, tal vez esperando alguna forma de erupción que pusiera de manifiesto algún modelo de algarabía liberadora, algo que se desatara crispadamente después de tantos años de constreñimiento y de intriga; pero no se observaba otra manifestación que lo cotidiano ni otra expansión que el hastío normal y la indiferencia acostumbrada de las gentes. Todo seguía el mismo ritual cansino y entregado de los siglos.

Vi desde la ventana cómo Carlos se acercaba cargado de paquetes y botellas, sonriendo de aquella forma que yo tanto odiaba. Era una sonrisa estereotipada, como congénita, como de quien ha sido modelado por la naturaleza a través de ancestros y atavismos para cumplir el ciclo vital en sincronía y sin sobresaltos; una sonrisa de mimo perfectamente adaptada al medio, no muy pronunciada, tan sólo lo justo para poder defender su territorio de adversarios y poderse mantener al margen de la depredación. Farsante, fue todo lo que se me hizo sólido en el pensamiento cuando desapareció de mi vista para adentrarse en el portal. Ahora llamaría, yo le abriría como un criado fiel y él me mostraría viandas y libaciones con la misma campechanía y desinterés que debieron mostrar en otros tiempos sus antepasados feudales a las huestes guerreras, campesinas y esclavas. Era como si se tratara simplemente de otra especie, subespecie, morfológicamente semejante, pero a salvo de contra­tiempos y penalidades, acorazada en una historia de saber vivir, de mantenerse, nunca remadora en la barcaza que lleva la vida de un día para otro, sino siempre con el mazo machacón dando en la quilla y marcando el un-dos, un-dos del esfuerzo ajeno. Una especie de vagos siempre, nunca holgazanes, paladines del saber hacer, del saber estar, del saber hablar, del saber andar, siempre con un antepasado a mano para cualquier chapuza de discusión ideológica y con la capacidad optimista de saber que la vida nunca es mala porque Dios proveerá, al final todo se arregla y no hay por qué hacerse mala sangre ante la desgracia. Cuando sonó el timbre estaba ya pensando en la forma con la que iba a romper toda esa historia natural de defensas y medios, en cómo iba a achicharrarle de desprecio en cuanto soltara su frase, porque siempre la soltaba, de que al mal tiempo buena cara, y en cómo, desde mi pesadumbre milenaria le iba a recordar el giro de papá de un par de días antes, como si las finanzas familiares, la economía de la ostentación y el estar a la altura, tuvieran ya previsto desde el mis­mísimo día de la creación del mundo que iba a morirse el dictador y el niño tenía que quedar bien con sus amigos.

Abrí la puerta y le dije:

—Espera, que te echo una mano.

Otra ocasión de atacar felizmente perdida porque uno debe cuidar con esmero el no apartarse demasiado de la cuadrícula de sus congéneres, parientes cercanos de las lapas, y algo más alejados, aunque no demasiado, de esos alacranes que, provistos de su espolón letal, nunca suficientemente ponderadas su repugnancia y su ponzo­ña, nos permiten la rebanada crucial en el pescuezo cuando ya el humo y la lumbre de nuestros semejantes nos impiden ver lo que hubo antes de nosotros y lo que habrá después, dejándonos, aguijón en ristre, en el trance penoso de vernos como somos. Trance evitado por suerte en este caso porque la proximidad del festejo y la con­ciencia de penuria tuvieron la suficiente fuerza inmunoló­gica como para evitarme caer en la pendiente de una rebeldía engañosa, muchas veces fatal, cuando se da por olvidada, ya sea un momento, la máxima de supervi­vencia de los parias: «Dame pan y llámame perro.» Y ade­más estaba Chichu, bien que ausente en su nirvana de nubes, de besos y de acontecimientos vegetales, pero estaba, al fin y al cabo, para que yo pudiera configurar dentro de mí, mientras colocaba los espumosos en el congelador, una ilusión ni más ni menos mentira que cualquier otra. En resumidas cuentas, que expliqué a Carlos, con total ausencia de detalles, el estado aproxi­mado de la viajera, le comuniqué el recado del teléfono y le hice votos, más que encarecidos, por el éxito de la fiesta en proyecto. Tan sólo me tomé con él una vengan­za mínima, una revancha insignificante, mintiéndole so­bre unos compromisos mañaneros que me impedían quedarme en su casa de guardián y de enfermero, recor­dándole de paso lo importante que era para mí que él no fallara a las diez, en Rosales, donde siempre.

Cuando me vi en la calle, de nuevo en mi elemento y, al menos por unos días, con pan y cobijo asegurados, sentí una sensación semejante a lo que debe ser la liber­tad. Pasear Madrid con el alma en reposo, abierta y remangada para que se fuera llenando con el maná de lo insólito, sacando la mirada de los charcos y poniéndola en las cosas que pueden ser miradas sin humillación, con el paso decidido de quien no tiene adonde ir, de quien no tiene necesidad de ir a ningún lado, pasear Madrid así, en una mañana de la Historia, se me hizo un privilegio irrenunciable. No sólo por la sonrisa sardónica que debía arrugárseme en el hocico cada vez que veía los crespones negros en las fachadas abanderadas, sino porque todo parecía recobrar un pulso antiguo, leído en historias ilegales o escuchado en cuchicheos clandestinos. Por fuerza, en un día como aquél, el poso de la vida tenía que estar concentrado en las barras de zinc de las tabernas, debajo de las estampas añosas de toreros muertos, en el mármol pulido de los cafés, con sus remolinos de mur­mullos pastosos, al borde de los pocillos dorados y espumosos de las cervecerías, justo al lado de los fritos y de las parlas chistosas y menestrales que afilan los acon­tecimientos hasta dejarlos reducidos a las dimensiones de lo humano. Allí se encontraría, allí encontré, el pulso popular de las celebraciones, la carcajada abierta, la exaltación de una amistad entre reciente y resucitada para cualquier portador de una sonrisa, la verborrea social y política que daban los vinos, las cañas y los futuros dichos en voz alta. Arrastrado por tan eufórico chaparrón, en todo me mezclé. Estreché manos duras y ásperas como bacaladas, entoné romanzas a dúo con barbudos norteños, besé el primer carmín de bocas estu­diantes y compartí la alegría inexacta que llevaba dentro con todo aquel que, una vez abonada la ronda, levantaba su vaso frente a mí. Hasta que el caer de la tarde y el recuerdo de la cita me depositaron en la calma huraña de la calle, aplomada y adusta por el luto oficial. Cuando iba andando, no del todo firme, por la acera, un grupo de jóvenes salió de un bar envuelto en cánticos y tarasca­das; algunos empuñaban, enarbolándolas, botellas de licor. Hice intención de acercarme a ellos, pero la apari­ción de una patrulla policial cortó en seco sus cánticos y mis intenciones. Aquel hecho me confirmó que la calle estaba, definitivamente, de luto.

Por eso no me extrañó, camino ya de Rosales, la riada silente y afligida que desembocaba en las grandes puertas del Palacio Real. Por eso encontré normal aquel inmenso y oscuro llanto freudiano por la muerte del padre, aquella cola compungida de gentes que habrían de buscar para el futuro una nueva mano directora. Lentamente, la ristra compacta de la aflicción era devorada por las fauces tenebrosas del palacio. Una vez que las gentes depositaban su mirada atónita ante el cadáver, eran devueltas a la ca­lle, marginadas ya de la muchedumbre adolorida y convertidas en corpúsculos individuales y solitarios que se repartían por las calles adyacentes sembrando su tristeza funeral en las hazas de aquella ciudad semivacía.

Entre la curiosidad, el efecto del vino y el tiempo que faltaba para verme con Carlos, debió estar la razón por la que me puse al final de aquella procesión del desaliento.

Delante de mí, dos pasas cincuentonas, envueltas en pieles de quién sabe qué polares alimañas, competían entre sí sobre cuál de las dos era capaz de llorar más digna; a mi lado, un robusto sesentón, estirado y marcial, levantaba de vez en cuando el mentón buscando los luceros, apucheraba el labio inferior hasta el cepillo del bigote y mostraba al mundo la enorme virilidad que necesitaba para ahogar su llanto, tan íntimo y tan justo; detrás, dos aguerridos atle­tas, encamisados y correados, apretaban las mandíbulas como si estuvieran a punto de embestir y comentaban, seguramente por mi causa y por mi aspecto, que para que luego dijeran que si tal y que si cual, que allí se veía bien claro el dolor de España, sin distinción de clase, edad o condición.

Sintiendo cómo el relente de la noche me iba disipando los alcoholes, seguí pasito a paso el compás de la comitiva hasta que me vi a cubierto bajo las centenarias piedras de palacio. Le imponía a uno verse en tan egregio portal, al cobijo de tanta historia venerable, pisando las mismas piedras que otrora sólo hollaran ministros y condestables, percibiendo el agridulce olor de la nobleza y, sobre todo, sintiendo la proximidad de los velones, del túmulo, del ataúd y del yacente caudillo, a quien iba a ver por primera vez en carne y hueso. Cuando por fin tuve acceso a la capilla ardiente, me arrepentí con toda la consciencia de que disponía de haber cedido a tan morbosa curiosidad. Las dos mujeres que me precedían se estancaron ante el muerto, se agarraron entre sí y prorrumpieron en un llanto desgarrado y estremecedor. El sesentón, en posición de firmes, fue incapaz ya de evitar que una lágrima grande, redonda y solitaria le recorriera la mejilla hasta el bigote. Y los dos jóvenes, como impulsados por un mismo resorte, taconearon al unísono y levantaron marcialmente sus brazos para saludar a la manera cesárea. En los segundos que duró aquella parada, como si estuviera sintiendo sobre mí cientos de ojos, no encontré otra salida que entristecer cuanto pude mi semblante y mirar al muerto. No fui capaz de encontrar ninguna semejanza entre aquel rostro yerto y estragado y las imágenes altivas que había visto en los periódicos de la mañana. Un fornido militar rogó a las señoras que me precedían el favor de circular y nuestro pequeño grupo empezó a moverse en dirección a la calle.

Depositado ya en la ancha acera, frío, abandonado de todo resto alcohólico, contemplando los cientos de personas que todavía esperaban rendir su último home­naje, una sola idea me zumbaba confusa y feblemente en la cabeza: la tópica y patente realidad del par de Españas.

Cuando llegué al lugar de la cita con Carlos, hacía ya un rato que me esperaba, estaba sentado en un taburete junto al mostrador y reía y charlaba con dos estudiantes que yo conocía de vista. No les conté nada de mi experiencia funeral y, en lugar de ello, les dejé claro el fracaso de unas supuestas gestiones que habrían podido sacarme de una situación tan lamentable como la que sufría, dentro de la cual, solamente podría tomarme una copa si ellos no tenían inconveniente en invitarme.

—Pues no faltaba más. Toma lo que quieras.

Fue el inicio de una nueva sesión de celebraciones. La soirée del festejo, la introducción al fin de fiesta. An­duvimos por calles y avenidas desconfiadas hacia la casa de Carlos, bebiendo en bares y cafeterías donde ya empezaban a cuajarse, inciertas, las miradas. Empujados por las copas hacia la osadía dudosa de reírse en voz alta por aquella zona de la ciudad, a mí se me antojaba que aquel tímido valor le debía mucho al hecho de ser ejercido en compañía. Me parecía ver el ellos una alegría exultante y sincera, pero no podía por menos que pensar cómo ellos también estarían viéndola en mí, sabiendo yo como sabía que en mi caso no todo era cierto en aquel júbilo. Estaba contento, probablemente, pero después de la experiencia de palacio, necesitaba las copas para que saliera de mí una risa capaz de saltar las últimas vallas del miedo. Del temor, quizá. No en vano habíamos nacido y crecido todos bajo una general sensación de vigilados.

Se compró más ginebra y más champán; y flores para Chichu, para la tumba de Chichu, según supimos al oír el parte de Carlos que nos la mostraba todavía acostada y convaleciente a media tarde.

Cuando hicimos nuestra entrada triunfal en casa de Carlos, entonados ligeramente y dueños exultantes de una valentía domiciliaria, ya estaban casi todos los invitados. Un revoltijo de abrazos, besos, rápidas presentaciones y brindis unilaterales se alzó por encima de la música contestataria que sonaba en el tocadiscos. Chichu, aunque aún pálida, ya sonreía enarbolando un vaso de leche sucia, seguramente manchada con pipermint. Alguno de los presentes quiso mostrar su hilacha militante y empezó a cantar «La Internacional», invitándonos a todos a co­rearle; pero nadie sabía más allá de la primera estrofa.

La noche fue desgranándose enloquecida bajo un turbión de copas y no tardé en ganarme cierta confianza entre los amigos de Carlos, de muchos de los cuales, en los momentos que me amagaba del bullicio, llegaba a pensar que no eran mala gente. Incluso rectifiqué, de momento, algunos puntos de vista con respecto a Carlos. Sobre todo cuando le vi animar a un estudiante, haciendo esfuerzos por mantenerse serio, y asegurándole que ya nunca se vería su proceso, ya que el Rey, si quería empezar bien, no tendría otro remedio que conceder la amnistía. Los tragos y las bromas, durante un rato, fueron en favor de la amnistía. Hasta que una chica rubia, alta y muy guapa empezó a desnudarse sobre la mesita de centro a los sones de un disco de Serrat. A cada pieza que se quitaba, los demás gritábamos una exhortación. Cuando se quitó la falda y la tiró al aire, todos a coro dijimos: «¡Por la libertad!» Cuando se quitó la blusa, los demás, entre aplausos, vo­ceamos: «¡Por la democracia!» Cuando se quitó despa­cio el sujetador, brillando sus ojos y los nuestros, todos a una, mientras ella giraba en la mesita para que nadie dejara de apreciar sus agradables senos, bramamos eufó­ricos: «¡Por la amnistía!» Y cuando fue a despojarse de la braguita diminuta que le quedaba puesta, en medio de la vocinglera algarabía de todos, se agachó para deshacer el lío que se le había formado entre los pies, le faltó equili­brio y rodó hasta el suelo arrastrando con ella vasos, bote­llas y una última andanada de gritos pletóricos «por el socialismo», «por el comunismo», «por la anarquía». La chica se levantó, alzó los brazos en forma de saludo y dio una vuelta triunfal por el salón sometiéndose a los requiebros y las caricias fugaces de los varones hasta que uno de ellos, cargándosela al hombro, se perdió con evidentes intenciones en una habitación. A partir de ese momento, todo el que pudo emparejarse se emparejó y los demás recorrimos pronto el camino entre la media chispa y la borrachera compacta y concluyente. En el mismo rincón del sofá donde había estado sentado casi toda la noche, me quedé plácida y profundamente dormido.

Al despertar, ya bastante avanzada la mañana, el salón se me apareció tremendamente silencioso y vacío. Por todas partes había vasos, ceniceros rebosantes de colillas, fundas de discos y platos con restos de comida. Tenía la cabeza embotada y la boca pastosa y amarga por la resaca. Puse muy bajo en el tocadiscos música de Smetana y fui a la cocina a poner agua a hervir para hacerme un desayu­no. Mientras acarreaba hasta el fregadero las vasijas extendidas por el salón, vi un chaquetón azul marino, casi nuevo, colgando de una silla y recordé que la noche anterior lo había cambiado por mi vieja gabardina a un gafitas simpático y redicho que seguramente no volvería a ponérsela. Volví a probarme el chaquetón y quedé muy satisfecho con el cambio.

Una vez hecho el desayuno, tuve una primera intención de servírselo en la cama a mis anfitriones, pero resistí la tentación presuponiendo que Carlos y Chichu no pen­sarían levantarse hasta mediodía y, a cambio de ello, me puse a escuchar pasivamente la música de «El Moldava», saboreando calmadamente el tazón de café y asumiendo toda la interinidad de mi situación.

Miraba todos los objetos de aquel entorno conforta­ble, confirmándolos cada vez más ajenos; y viviendo de antemano el trance en que tendría que abandonarlos, recordé entre brumas que alguien había apuntado la noche anterior, como una solución eventual para mi caso, la demanda de brazos madrugadores para descargar en el mercado de frutas de Legazpi.