Intervenciones

PRESENTACION DE LOS “FRAGILES DIAS” EN CUELLAR

 

SALA ALFONSA DE LA TORRE

28 Enero de 2011

 

AUTORIDADES, COMPAÑEROS Y AMIGOS

 

Me han preguntado muchos y no he sabido contestarles cuál era la razón, si es que hay alguna, que me ha movido para presentar mi nuevo libro en Cuéllar. Después de meditarlo detenidamente, creo poder contestar a todos y a mí mismo que esta decisión sea probablemente el primer acto consciente de que me estoy haciendo viejo, de que ya he vislumbrado en el horizonte la barca con la que tendré que cruzar a otra ribera y esta certeza me ha inducido a comenzar lo que el viejo poeta castellano llamaba el último recuento. Ese afán inexorable de balance que viene con la edad me está llevando a releer en el viejo cuaderno de mi vida y a buscar en el desván de la mente los primeros apuntes del libro de mis vivencias y de mis sueños. Pues bien, casi todo en esas primeras páginas es Cuéllar, todas aquellas experiencias de infancia y adolescencia conformaron lo que de bueno pueda tener el individuo que con los años he llegado a ser. Se dice que el destino es el carácter, pues bien, aquí, en este pueblo de toros, pinares y piedras venerables es donde se empezó a levantar la pared de mi vida, a fraguarse el carácter que iba a conformar más tarde mi destino. Nací en el barrio de la Cuesta, cuando por la calle Real pasaba cada día la yeguada colorada con su trote ufano cuando subía de la Vega y pasaba también la cadencia asilvestrada de las cabras de Mingo con su rumor de esquilas. La señora Rosa anunciaba por las `puertas los entierros mientras pregonaba la buena vinagre con su voz rasgada. Cuando a uno se le han ido cansando los ojos de tanto mirar hacía un futuro utópico, vuelve la mirada hacia la geografía de su propia vida buscando los detalles que puedan acreditar que lo que ha vivido no ha sido del todo en vano. No tan a menudo como me gustaría, cuando siento en el costado el pinchazo cálido de la nostalgia, me gusta pasear por lugares que ya no existen como yo los viví o que sencillamente han desaparecido, aunque sigan vivos y presentes en los estantes más entrañables que la memoria reserva para los recuerdos más íntimos. Imaginaos un crepúsculo de otoño, un arroyo fresco discurriendo tranquilo por la chopera y a un muchacho descubriendo el amor junto al éxtasis turbador del primer beso. Yo viví esa experiencia una tarde bajo la carpa dorada del soto, entonces casi remoto, de Valdihuertos. Un sábado de Toros, mientras se escuchaba a lo lejos el zumbido de las charangas, bajo un cielo cómplice de estrellas, un muchacho se iniciaba en los ritos hechizados y furtivos de Venus. Era yo, en unas eras que ya no existen y que el progreso ha convertido en zona urbana. ¡Ay, esa fiesta de iniciación a la vida que eran los Toros! Años más tarde, leí al premio Nobel Antoine de Saint-Exupery, que en su célebre novela “El principito” venía a decir que para apreciar plenamente el sentido de la vida era preciso haberla puesto en juego, al menos una vez, antes de los veinte años. Entonces entendí el sentido profundo de los encierros. Esa fiesta de la temeridad a la que nos iniciábamos apenas escuchábamos cada año que estaban poniendo las barreras y que fue marcando nuestra adolescencia con las primeras carreras delante de aquellas vacas de Chula, que sabían latín, con un ojo puesto en las astas y el otro buscando en las talanqueras los ojos de las muchachas a la hacíamos la oferta de un valor que se justificaba en sí mismo y en el viento. En aquellos tiempos de silencio y sombras alargadas, los Toros eran un paréntesis de libertad que nos hacía vivir por unos días en otra realidad. Entonces fue cuando algunos empezamos a disfrutar de las primeras rebeldías mientras cumplíamos los primeros ritos en el altar de Baco, la única religión a la que, con los años, he seguido manteniéndome fiel. Tal vez fuera también al amparo de ese dios munífico cuando algunos empezamos a tomar conciencia de que era posible golpear los muros del silencio, que se podían soñar ideales de libertad y que habría gloria en el hecho de entregar la juventud en la tarea de luchar por ellos. ¿Cómo no volver siempre a los rescoldos de aquella primera hoguera en la que se ha ido consumiendo después una buena parte de mi vida? ¿Y cómo no volver con un libro al pueblo en el que tuve la fortuna de crecer rodeado de libros, arropado por ellos, con cientos de tomos prácticamente solo para mi? Aquí debo nombrar a la persona que propició aquel milagro extravagante de convertir al hijo de un telegrafista en bibliotecario. Con apenas trece años, don Teodoro Calonge puso sobre mis espaldas el encantado acervo de los dos o tres mil tomos de la Biblioteca Municipal. De aquellos polvos vienen estos lodos. En aquel momento no fui consciente de que aquel fondo bibliográfico había sido concienzudamente purgado. No eché de menos al impío don Pío, como le tildaban los libros de texto, porque tenía a Mark Twain, tuve que esperar algunos años hasta encontrarme con Blasco Ibáñez, con Machado, con León Felipe, con Neruda o con Miguel Hernández, pero para un muchacho que enseguida se convirtió en un enfebrecido devorador de páginas, tuve cuatro años a mi disposición la obra completa de Galdós y de Unamuno, Cervantes, Quevedo y toda la picaresca, el teatro del Siglo de Oro, los poetas románticos, la novela del diecinueve, Dickens, Víctor Hugo, Balzac... y los rusos, ¡Ay los rusos! Sobre todo Dostoyevsky. En fin, demasiado pienso para un ternero. Recuerdo vivamente, como si hubiera ocurrido ayer, una tarde de invierno. Por las ventanas de la biblioteca entraba la noche y un viento desapacible golpeaba los cristales como en una película de miedo, desde el salón de estudio llegaba la monotonía de mis compañeros que rezaban como cada día el santo rosario. Por mi puesto en la biblioteca, yo estaba exento de tan piadoso menester. Esa tarde a la que estoy haciendo referencia, yo leía junto a la estufa “Los hermanos Karamazov”, y mientras me llegaban los ecos de mis compañeros recitando los misterios gozosos, Iván Karamazov le decía a su hermano Dimitri que Dios no existía y que, por ello, todo se podía permitir. Como podéis comprender, con aquellas extravagantes influencias, las cosas no podían terminar bien. Y no terminaron, a la vista está. Cuando terminé el bachillerato, y tuve que marcharme a estudiar a Madrid, ya era un joven rebelde, envenenado por la literatura, por cuya cabeza empezaba a bullir como una confusa nebulosa la idea de que algún día podía llegar a ser escritor. Pero tuvo que ser en Cuellar, algunos años más tarde donde recibiera la confirmación. Fue un jueves de verano, lo recuerdo porque había mercado en la plaza Mayor. Ese día, Juana García Noreña, la compañera de “La Alfonsita”, se me acercó en el bar “Las Bolas” para decirme que habían leído “Las Glebas”, mi primera novela y que Alfonsa de la Torre me quería conocer. Fue como si se me abrieran las puertas del cielo. Como en el principio de “Cien años de soledad” el coronel Buendía, yo también recordaría, aunque estuviera frente a un pelotón de ejecución, la tarde luminosa en la que fui invitado por Alfonsa de la Torre a “La Charca” para tomar el te. Después tuve ocasión de visitarla varias veces, incluso en una ocasión coincidí en el chalet con Antonio Gala y con Ismael. Pero el recuerdo más vívido es la de aquella primera vez. Cuando volvía hacia el pueblo, mientras aspiraba con fuerza la fragancia rotunda del pinar, parece que estoy viendo el sol que se empezaba a ocultar detrás del cabezo de Las Lomas y las torres del pueblo lucían encendidas como resistiéndose a perder los últimos oros de la tarde. Yo ya era escritor, me lo había dicho Alfonsa de a Torre y, además, había tomado el té.

¿Entendéis ahora por qué tenía que presentar mi libro no sólo en este pueblo sino también en esta sala?

Presentado queda, pues. Ya os anuncio que no será el último. He decidido seguir con este oficio de destripa renglones, como dice Luis Sanz, hasta que me muera; aunque solo sea para desmentir a los que piensan que dedicar la vida esta pasión perturbadora en los tiempos que corren, no representa un oficio decente, ni reporta un significativo beneficio.

 

 


 

Presentación de “Los frágiles días” en la Sala Maldonado

 

FUNDACION PROGRESO Y CULTURA

 

31 DE MARZO DE 2011



Mis primeras palabras son para dar las gracias a todos los presentes por su insólita y afectuosa actitud al haber hecho por unas horas dejación de sus quehaceres cotidianos en favor de un no menos asombroso interés hacia mi libro. Asumo con todo mi afecto que ese interés se deba en la mayoría de los casos a una muestra de apego hacía mi persona tanto o más que a la seducción que haya podido suscitar la novela que hemos venido a presentar.

Debo dar las gracias también a la Fundación Progreso y Cultura y por delegación a la Unión General de Trabajadores por cobijar este acto en medio de un programa de eventos culturales de notable trascendencia como es el que viene desarrollando desde hace años esta Fundación en aras de identificar la cultura como uno de los pilares fundamentales del progreso de los pueblos. Personifico esta gratitud en la persona del amigo Jesús Barcenillas por su entrañable apoyo a este acto así como por sus amistosas palabras. Y por último, y no por ello con menos intensidad, agradezco al compañero, y sin embargo amigo, Antonio Sánchez-Marín, la devoción con la que parece haberse aproximado a mi libro a tenor de lo que se desprende de sus entrañables y entusiastas palabras.

 

“Los frágiles días”, el libro que presentamos, es mi cuarto libro publicado. Este hecho me hace pensar, en mis momentos de aislado ensimismamiento y meditabunda soledad, demasiado abundantes últimamente, no sé si para bien o para mal, que lo que lo pudo ser una pasajera veleidad de juntar palabras por mera complacencia personal se ha ido convirtiendo con los años en una pasión desmesurada que cada vez tiene más visos de convertirse en una perturbación irremediable y casi diría que fatal.

 

En la búsqueda de alguna explicación para este devenir incomprensible en la deriva de mi vida, ha venido a auxiliarme el testamento moral de ese insigne pájaro de mal agüero que fue Emil Mihail Ciorán. Ese rumano huraño y asocial, bastante menos universal que lo que a mi entender merece, que nos dejo dicho: “He escrito todos mis libros por razones terapéuticas. Escribir ha sido una necesidad y una liberación. Todos los estados depresivos por los que he pasado podían haberme llevado a la locura o al fracaso estrepitoso de no haberlos trasladado al papel".

 

Ahí estamos, Ciorán, le dije al personaje del espejo una mañana mientras me afeitaba. Literatura o muerte, esa es la cuestión principal.

Y aquí estoy, enfrascado, parece que sin remedio, en este no suficientemente denostado oficio de haraganes, como diría Cela. Destripando renglones a destajo como define esta labor mi paisano, el poeta Luis Sanz. Aunque eso sí, ya puestos, sin olvidar del todo los orígenes, teniendo los sentidos enchufados al ruido del mundo y la artillería de las palabras dispuesta para intervenir.

Soy consciente del hecho de que un autor cuando habla de un libro propio está perpetrando un ejercicio de impudor. En buena ley, a un autor debiera acabársele el discurso sobre un libro cuando entrega sus manuscritos a la imprenta. A partir de ahí, la palabra le corresponde al lector.

No obstante, voy a permitirme dar algunas claves generales sobre mi forma de entender el hecho de escribir, mis obsesiones literarias, por si con ellas puedo ayudar a descifrar algunas claves del libro que presentamos y por extensión al resto mis libros. Empezaré por decir con la solemnidad que el caso merece, que literariamente me reclamo de Quevedo, en el uso barroco del lenguaje, en la rebeldía moral y en la tradición narrativa del Buscón don Pablos. Esto significa que apuesto más por la expresión que por la anécdota, más por el lenguaje que por la acción. Y lo que busco escribiendo es fundamentalmente la emoción: emocionarme yo y emocionar a los demás.

Dicho esto, no descubro nada a los lectores si declaro que “Los frágiles días” tiene toda la pinta de ser una novela picaresca. En el libro, como en toda novela picaresca, las normas y las leyes del sistema son motivo de burla, porque lo más importante para el pícaro es la supervivencia. Pero no sólo se muestra nihilista en el fin, sino también en los medios de que se vale para salir airoso de todas sus aventuras. Esa actitud le coloca consecuentemente extramuros de la sociedad y esa conducta marginal es lo podríamos decir con lenguaje de hoy que resulta políticamente del todo incorrecta, y en lo que tiene de libertaria no es a menudo bien vista por los vigilantes del recto proceder y el pensamiento amaestrado. Don Gregorio Marañón, el analista profundo que tanto supo escudriñar en el alma de los españoles, y quien escribió lúcidas páginas con certeras observaciones sobre la picaresca como condición peculiar de nuestro pueblo, declaró sin ambages su antipatía por los pícaros, a los que considera nocivos, inmorales, causantes de las peores opiniones sobre España, casi como una "leyenda negra" que circula dentro y fuera del país y es causa del desánimo, el pesimismo y la autodenigración del pueblo. No tengo más remedio que someterme a la apreciación de tan ilustre pensador, como no podría se de otra manera, pero también me pongo a cubierto de ella ante la eventualidad de que las tales reflexiones del insigne doctor pudieran tener algo de contingentes y fueran también producto de algún pronto intelectual como lo fueron los vaivenes de su pensamiento en torno a las adhesiones fervorosas que mostró primero y las distancias con que acabó al final en lo que tuvo que ver con sus ideas republicanas. Sea como fuere, coincido con él en que la picardía, en España, penetra en el hondón de la realidad vital, y se convierte en una resonancia humana de la más depurada calidad. De modo que sintiéndolo mucho por el doctor Marañón, insisto en la picaresca como un aliento válido para escribir novelas en España.

Claro está que dentro de un género literario que dura largo tiempo en fértil producción, el pillo ha venido evolucionando. Con todo, desde el pícaro inicial, el que nos refleja está narrativa desde el Lazarillo hasta nuestros días, el pícaro (el pícaro de verdad, no confundir con el delincuente profesional) sigue siendo, en el mejor sentido de la palabra un hombre bueno. Suele ser una persona de gran corazón, sin experiencia concreta, al que la realidad circundante zarandea de mala manera y le hace sumirse en escepticismos y fullerías. Sistemáticamente, la vida le puntea con asechanzas de las que apenas sabe cómo zafarse, y acaba entregándose sin remedio y sin pena al medio que le exige defenderse y engañar. Pero no es, ya digo, un delincuente profesional, porque aunque le sobran cordura y viveza, le falta ambición. Cuando sus trampas acaban por ser desenvueltas en fracasos, llegan las palizas, las hambrunas e, incluso, algún eventual encarcelamiento. La resignación y la astucia son los únicos asideros que sobrenadan en su comportamiento. Pero eso si, en toda la trayectoria de la novela picaresca, no se da el caso de un solo pícaro necio, ni tampoco desesperado por su suerte aciaga. Detrás de todo, por amargo que resulte, queda siempre flotando una vaga luz de esperanza, de volver a empezar, un aliento de vida que no se resigna a caer en un silencio definitivo. Llegados a este punto, ¿no creen ustedes que el pícaro y la picaresca son un material de primer orden para escribir novelas?

Veamos algunos otros aspectos a mayor abundamiento. El pícaro va aprendiendo la realidad hostil de la vida que se oculta debajo de los trajes caros, de las falsas apariencias y de las conductas dudosas. Y descubre al juez que se vende al juzgar, al médico que pretende sanar con su arrogancia, al clérigo vicioso, al político envilecido por la corrupción. Con los años, el pícaro crece en experiencia y resentimiento, y desconfía de todo y de todos en perpetua defensiva. «Todos vivimos en asechanza los unos de los otros», nos dejó dicho el profeta Guzmán de Alfarache muy significativamente.

Sabe que la vida no es sólo el portento, el milagro, la relación directa y casi familiar con la divinidad, ni el confort mimético, ni el consumo sin freno. La vida es, sobre todo, la rutina monótona de cada día, las dificultades de cada momento, los aconteceres imprevistos, la inesquivable incomodidad de la ciudad donde se habita y de las gentes que tratamos, con sus aristas, sus defectos y sus manías. Eso lo descubre el pícaro viviéndolo desde dentro y compartiendo la permanente influencia que tienen las otras vidas sobre las nuestras. Y descubre también que en esas otras vidas ajenas no son precisamente ni los santos ni los héroes lo que más abunda. Llevar este descubrimiento por una ruta de permanente exageración en un intento de acomodación artística es el largo camino seguido por las sucesivas novelas picarescas, cada vez más encerradas en lo externo, el delito, la aventura, los viajes sin fin, incluso las preocupaciones moralistas.

Lo que comenzó siendo una franca sonrisa abierta y generosa, a pleno sol, en el Lazarillo, va transformándose en el agrio y enconado Guzmán de Alfarache hasta llegar a la caricatura cruel y retorcida del Buscón don Pablos. En el trasfondo, un similar aliento empuja al místico y al pícaro en cuanto a la estimación de la vida terrena. Al místico, la suprema esperanza de la otra vida le permite ir pasando resignado los sufrimientos de ésta, seguro del puerto final del cielo o del infierno. El pícaro se dedica con el mayor entusiasmo a pasar sus días lo mejor que pueda. Son como haz y envés de la misma moneda. Es decir, con palabras llanas, para el pícaro, siempre detrás de la cruz está la cara del diablo camuflada.

Esta mirada observadora de la realidad ingrata y cruel pone al desnudo las trampas, la moral acomodaticia, el poco respeto por el prójimo, sacando también al viento  y al sol de los caminos los oficios menos santos y las conductas marginales. No obstante, esa mirada no es desapasionada y distante, sino que es una mirada de encendida ternura por el desheredado, por el harapiento y mal nutrido, en la inhóspita calle y en el afán diario. Al fin y al cabo, el gran invento del Lazarillo no fue otro que el de hacer del hombre de carne y hueso, con sus flaquezas y su difícil persistir sobre la tierra, un personaje literario.

Otro aspecto que aprendí de la picaresca y he querido llevar a mi novela son los detalles, porque en algunos detalles mínimos está muchas veces la realidad entera. La realidad reflejada en el espíritu viviente de los personajes, que interpretan con esos gestos su más íntimo sentir y sus más escondidos pensamientos. Somos esclavos de esas pequeñas cosas en las que nuestro espíritu se imprime. Adivinamos la falsa prosopopeya inútil del político en toda su espectacular escena, como adivinamos el talante de una persona que llega a nuestra puerta en la forma de llamar, o en el modo de subir por la escalera. Con esos detalles se va asomando hacia afuera la verdad interior. Ése es el realismo que yo quiero para mis libros, el de la actitud del espíritu, condicionado por los demás espíritus y por las cosas. Desdichadamente, la palabra realismo aún sigue despertando en muchas gentes una idea puramente fotográfica. En ese sentido, antes que al realismo me inclino a esa delicada interpretación de la verdad, circunstancial y cambiante, de la vida diaria. De ese proceso de ver el mundo como a través de una lágrima nacen mis personajes, con su frío, su desnudez, sus desalientos y sus pasajeros y fugaces escarceos de gozo. Y nace la compasión. Sí, para entender al hombre hay que verlo desde el lado humano de las cosas corrientes, inmerso en la fragilidad de sus días y no desde los portentos de la riqueza súbita ni desde el espejismo paradójico que nos venden como seguridad y que no es más que una manera de camuflar nuestra condición de esclavos. Es preciso dar paso a la compasión (padecer con) en estos episodios desnudos del infortunio humano.

 

Y hasta aquí puedo contar. Incidir más en la explicación de mis historias empezaría a ser contraproducente para mis intereses y no está el patio para tales veleidades. Solo una cosa para terminar: que a pesar del pavor de mis seres queridos, en especial de Concha, a quien literalmente le debo la vida, voy a continuar con este oficio de haraganes mientras me quede algún aliento. Confío en que me aguante el cuerpo para mantener esta pasión perturbadora todavía algunos años. Confieso mi perversión a pesar de saber que seguir escribiendo no es ni de lejos una ocupación decente. Porque no es decente que para poder escribir haya que sisar las vueltas de la compra para comprar tabaco. Ya os anunció, en cualquier caso, la perpetración de una nueva novela: Se llamará “El rastro de la culebra” y está siendo evaluada en tres editoriales. Confió en que pueda ver la luz a largo de este año.

 

Pido disculpas si esta exposición ha pecado de demasiados extravíos por los cerros de Úbeda y haya supuesto en el algún momento un cierto abuso de vuestra confianza. Pero en procura de disculpa y con permiso de nuestro anfitrión, os cedo la palabra para que preguntéis lo que queráis o, simplemente, podáis arrojarme con tanta confianza como ira vuestras seguramente muy bien fundamentadas quejas.

 

Muchas gracias.