Intervenciones en actos de presentación

 

TEXTO DE LA PRESENTACION DE “CANCION DE ESQUINA” EN EL ESPACIO TENERIAS DE CUELLAR

 

 20 de agosto de 2013.

 

 

Agradecimientos (Asociación de los Encierros, Ayuntamiento, Lola, Pablo, Ignacio, Concha (Chan).

Saludos a los presentes (paisanos, amigos, etc.)

 

Cuando el otro día llamé a un buen amigo para invitarle a esto, con ese buen criterio que suelen utilizar los mejores amigos para bajarnos los humos, vino a decirme que la cosa ya le empezaba a parecerle, más que la puesta de largo de una nueva novela, un ejercicio contumaz de perpetración literaria continuada. Aunque yo le argumenté que también le quería, es lo cierto que he estado pendiente y todavía no ha llegado. Probablemente, algunos de vosotros también esté pensando que debe haber alguna razón que se le escapa con la que se pueda explicar este chorreo de libros que me ha llevado a publicar en los últimos tres un libro al año. Para explicar el fenómeno, podría atenerme a la dialéctica al uso y deciros sin más que esto es lo que hay, colegas… Pero creo que vuestra presencia aquí merece un mejor trato y voy a intentar explicaros hasta donde pueda la razón o las razones de ésta especie de frenesí creativo que me tiene desde hace unos años diez o doce horas diarias dándole a las teclas. Hay dos razones de base, importantes, definitorias, y que son las mismas dos razones que un conocido labrador cuellarano le dio al pocero para que le cavara el pozo en mitad de una tierra. (me abstengo de explicitar el detalle de estas dos razones porque doy por supuesto que son suficientemente conocidas por la mayoría de los presentes, no obstante lo cual, si alguien no las conoce y tiene algún interés en conocerlas, con mucho gusto se las revelaré al final en el turno de aclaraciones). La siguiente causa que se me ocurre como esclarecedora de esta actividad desaforada tiene su origen en un término en desuso, desprestigiado, un concepto que en tiempos servía para condecorar conductas y que hoy en día se emplea para ningunear y menospreciar a quien todavía piensa que merece la pena dedicar la vida a empeños y creencias al margen de que su traducción en euros no sea la mejor para la economía doméstica. Me estoy refiriendo a ese hecho notorio y universal por el qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabra vocación. Y esto también necesita explicacarse porque esto de la vocación es mencionado, invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, novelistas etc.—, pero muy rara vez ha sido objeto de una meditación en profundidad.  La vocación se compone de dos momentos: visio y missio decían los latinos (visión y misión). Para algunos, lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad significativa. El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un pequeño número de ellas ya están colocadas en su sitio. A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente, como insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay determinadas personas que sí creen tener la visión del puzle entero —la imagen del paisaje, la sinfonía, la novela— porque son capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas que aun no han sido colocadas. A esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”. Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que se pierda, como la mayoría de las cosas humanas, arrastrada por la destructora corriente de los años. Este proceso, los antiguos griegos lo conocían como poiesis: producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, una novela— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás. Ahora viene el segundo momento de la vocación: la missio, la misión. La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y acaparadora. En este sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la exuberancia vital; a cambio, requiere una inmensa concentración de energías aplicadas en una sola y exclusiva dirección. Javier Gomá, de quien he sacado las reflexiones anteriores y muchas de las palabras, establece un principio: la juventud predispone a la visión (todos hemos escuchado mil veces lo del joven visionario) mientras que solo al llegar a la edad madura se está en condiciones de sustanciar una misión concreta. En un lenguaje más llano, diré que en lo que a mí respecta, empecé muy joven a tontear con las musas y ya casi con una edad provecta me he dado cuenta de que había sido raptado por ellas. Lo que por otra parte viene ratificado por ese dicho popular de: a la vejez, viruelas… Para acabar con este rodeo que casi empieza a contradecir aquellas dos razones que quedaron apuntadas al comienzo, os hablaré de cómo me afecta a mí la vocación literaria, ese señuelo que utilizaron conmigo las musas para llevarme al huerto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que carecerían por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con el mayor acierto. Con tal motivo, Malherbe, hastiado de la ampulosidad verbosa de la Pléiade, se autorretrató modestamente como un “engarzador de sílabas”. Todo literato, en el fondo, quiere emular al Adán que en el primer día dr la Creación puso nombre a las cosas como nos dice Génesis  A ese don cantó Juan Ramón Jiménez en su poema de Eternidades: “¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! /…Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mí nuevamente”. El mérito, el poder y la virtud del escritor descansan en las concretas palabras escogidas y el orden preciso en el que las dispone para que resulten más eficaces en su designio poético. La literalidad encierra la esencia de lo literario y por eso el auténtico texto de literatura —el poema, la novela, el ensayo— no se deja resumir, compendiar o parafrasear. Y para terminar ya con esto que empieza a parecer una plumbea aclaración del porqué de tantos libros con los que os vengo agrediendo últimamente, diré para zanjar el asunto que si uno escribe y escribe sin parar es porque no le queda más remedio.

 

            Ahora voy a hablaros ahora un poco de esta “Canción de esquina”, mi sexta novela, a la que quise desde el principio poner ese título de tango aunque he de reconoceros que hoy es el día en que aun no sabría deciros exactamente por qué. El libro tiene, como es lógico pensar, rasgos nuevos con respecto a otros libros anteriores y también constantes que están presentes en todos mis libros. El rasgo principal que diferencia “Canción de esquina” de los demás es que por primera vez cuento una historia utilizando los elemento narrativos de la novela negra, montando para ello una trama que busca mantener al lector en la intriga desde las primeras páginas hasta el final. Sin embargo, el uso novedoso de esta técnica narrativa no me ha impedido continuar con una las constantes que conforman prácticamente todas y cada una de mis novelas y que no es otra que la de ocuparme de personajes que se mueven en esa nebulosa marginal donde no llega el calor, tantas veces engañoso, de las coberturas sociales. Personajes solitarios y atormentados a los que llegan ni siquiera las migajas de la piedad ajena, De modo que a los que dicen que “Canción de esquina” es una novela negra, y se quedan ahí, yo les digo que vale, pero habida cuenta de las trazas libertarias que impregnan el relato, les pido, en beneficio de la duda, que modifiquen su definición de negra zaina por el quizá más apropiado de rojinegra. Me haría mucha ilusión que en el futuro, algún estudioso de la narrativa de estos años hablara de mi como del presursor en español de la novela rojinegra. Un nuevo, esplendoroso y comprometido género literario.

 

 

El protagonista elegido en esta ocasión es un pobre licenciado en Historia recién casado que ha visto truncarse su vida porque un medicamento en mal estado ha sido la causa de la muerte de su esposa. Moralmente destrozado, se empeña en una batalla judicial contra la multinacional farmacéutica. Como no podía por menos de ocurrir, su confrontación con los poderes, todos unidos cuando se trata de machacar a un pobre y desvalido ciudadano, consiguen casi aniquilarlo, no solo moral, sino también social y económicamente. Este buen hombre, Carlos Pueyo, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, llega a una conclusión heroica: tomarse la justicia por su mano. Y hasta aquí puedo contar… Lo dicho no desvela para nada la almendra de la trama porque el lector va  a saber todo eso en las tres o cuatro primeras páginas. Nótese el alarde que supone desde el punto de vista narrativo que, tratándose de un relato de intriga, desde el primer capítulo el lector sepa ya quien es el asesino.  Y es que para mi ese no es el asunto más importante, para mí, lo relevante de la historia es poner a debate que cuando alguien es desasistido y aherrojado por la justicia está legitimado para tomar venganza, y si su acción justiciera se debe considerar moralmente asesinato. Me interesa más llevar al lector a que examine íntimamente ese dilema moral que entretenerle en laberínticos subterfugios formales, típicos en las novelas policiacas, poniendo a prueba sus dotes de deducción y adivinanza. Como también me interesa más que el lector sepa cual es el sistema de rapiña y turbios manejos de las multinacionales del medicamento y sus espurias relaciones con los gobiernos del mundo entero y tenga más argumentos para protestar por la pérdida de sus derechos sanitarios mientras esos lobbys mafiosos hacen negocios ingentes con la salud de los pobres, la mayoría de las veces con el silencio interesado y cómplice de los gobiernos. Quiero también que el lector sepa de las prácticas canallescas de la industria farmacéutica, experimentado medicinas en poblaciones marginales y utilizando como cobayas a miles de personas en las cada vez más extensas áreas subdesarrolladas del planeta. Quiero también informar al lector de las relaciones estrechas entre la industria química y los departamentos de guerra de las principales potencias. Del papel de la banca internacional en las transacciones oscuras pactadas entre estados y agentes mafiosos en el escalofriante y tenebroso mercado de las armas químicas. Y quiero por último denunciar, siguiendo los pasos del gran José Luis Sanpedro, las prácticas odiosas de muchos laboratorios que consisten en propagar pandemias entre la población con el inconfesable objetivo de proveer después los fármacos que las contrarrestan----- Ahora, tal vez, podréis empezar a comprender porque para escribir esta novela he elegido una técnica que haga la narración entretenida: necesito que la lectura se haga de un tirón, de lo contrario me expongo a que dejéis el libro a un lado con el argumento, perfectamente comprensible, de que ya tenéis cada día suficiente basura con los telediarios.

Queridos amigos, es todo lo que se me ha ocurrido deciros para animaros a que leáis el libro, no se si son los mejores argumentos de venta… pero esto es lo que hay, colegas.

 

 Preguntas….

 

VERSOS DE LUIS SANZ PARA SER LEIDOS EN LA PRESENTACION EN CUELLAR DE LA NOVELA “CANCIÓN DE ESQUINA”

(Leidos por Concha Sanz)

 

    Querido José Luis : ¡ Que tengas un día grande y una vida placentera! .

  

   Me resulta un honor estar hoy ahí de tinta presente. 

  Propínale a Concha un sonoro beso…   y escucha unas palabras que hoy han preferido   estar contigo y no conmigo.

 

 

         Recuerdo eternidades

         venidas a formar  

         parte de tiempo.

 

         Recuerdo los rasgos

         de una mujer

         de piel blanca

         que recordaba

         estribillos

         de canciones de cuna.

         recuerdo lámparas

         encendidas     

         en altares

         de dioses

         apóstatas de sí mismos.

 

         Recuerdo carcajadas

         sin garganta

         rompiendo un silencio

         construido    

         con dolencias

         de almas amargadas.

 

         Recuerdo paisajes

         desmantelados

         con colores inquietos

         esperando ocupar

         un lugar

         que no les corresponde.

 

         Recuerdo temblores

         de manos

         que intentan aferrarse

         a un suspiro

         de viento

         que no sea

         el último suspiro.

 

         Recuerdo desastres

         indescriptibles

         que albergan

         un esplendor desconocido

         en este lugar

         de la galaxia.

 

         Recuerdo satélites

         blancos

         que cierran sus ojos

         ante la inmensidad

         de la indecencia

         que propone

         el ser humano.

 

         No recuerdo ya

         aquellos cabellos

         largos

         y brillantes de la luna.

 

         Ni las cataratas

         invisibles

         de las flores.

 

         Ni recuerdo el tacto

         de las manos

         que acunaron mi piel

         con caricias

         de soles nuevos.

 

         Soy un tiempo

         que se marcha

         entre destellos

         de Perseidas

         y cantos de olvido.

 

         Que se va

         entre susurros

         de caminos inquietos

         y vendavales

         sin destino

         que arrebolan

         banderas

         en mástiles

         de barcos perdidos.

 

         Soy un tiempo

         que desaparece

         sin prisa

         en horizontes

         de hielo trasparente

         que abrasa las manos

         cuando intentan

         retenerlo en vano.

 

         Soy un tiempo

         que desprende aromas

         de tintas

         olvidadas.

 

         Aromas de rubores

         enjaulados

         en mejillas pintadas

         de payasos

         extinguidos.

 

         Doy vueltas

         en el camino

         de la esfera del tiempo

         pero no consigo

         encontrar

         una salida.

 

         Adorno mis sentidos

         con guirnaldas

         de sueños

         que se fueron a dormir

         en el regazo

         de la humedad

         que brota de lo ajeno.

 

         ( Melancolía y temor

          de no haber conseguido

          emocionar

          a las palabras).

 

          Soy un tiempo

          que se marcha

          escuchando

          canciones malditas

          por las esquinas

          de la vida.

 

          Un tiempo

          que quizá regrese

          cuando mis manos

          y mi voz

          puedan encontrar

          en el laberinto

          del Minotauro

          una melodía

          que conduzca mis pasos

          hacia las cicatrizes

          abiertas

          de tu nombre.

 

 

PRESENTACIÓN DE “CANCIÓN DE ESQUINA”, de José Luis González Coronado.

 

Cuéllar, 20 de agosto de 2013. Espacio Las Tenerías.

 

Pablo Quevedo Lázaro (*)

 

En el lenguaje del mundillo taurino no existe la palabra mal. Nadie queda mal. Cuando un torero ha estado mal se dice que estuvo bien y cuando estuvo desastroso se dice que estuvo regular. El caso es ir tirando.

 

Hablaba el crítico taurino don Antonio Díaz Cañabate, uno de los escritores costumbristas más destacados del siglo XX, de la labor que hacían los mozos de espadas a la hora de dar cuenta mediante telegramas del trabajo de sus toreros. Algunos de estos telegramas son magníficos.

 

 Uno de ellos decía de un torero gitano: “Fulano, en el primero regular. En el segundo, ya te contaré”.

Hay otro de un sevillano, que es una auténtica oda a la exageración, donde el informador se queda sin adjetivos: “Mengano, superior en el primero con la muleta y colosal con el estoque. Orejas, rabos y patas. En el segundo armó el expolio: superiorísimo y colosalísimo. Aclamaciones, flores y salida a hombros”.

 

Díaz Cañabate es el autor de Historia de una Taberna, un canto a un lugar emblemático como fue la taberna que regentaba el matador de toros Antonio Sánchez, y donde tuve la oportunidad de compartir con José Luis González Coronado una olla gitana abundante en elementos. De eso hace ya más de 25 años.

Aunque sabía de su calidad como literato, entonces pude comprobar que Coronado era un ejemplar singular entre la fauna aristocrática que pululaba por los ambientes más canallas de Madrid.

 

A Coro, como le conocen en Cuéllar y le denominan sus amigos, le tengo fichado desde mi época de mocetón. Un grupo de chavalotes del pueblo (César y Rafa Calvo, Carlitos Avellón, Luisito Zarzuela, Alfonsito Rey, Cruz Santos y yo), a los que nos unía en mayor o menor medida la pasión por la naturaleza, por los pinares que nos circundan y por el cercano río Cega, presentamos un trabajo, bajo el auspicio de mi padre, Pablo Quevedo Senovilla, al primer premio Félix Rodríguez de la Fuente, el famoso y mediático naturalista que había fallecido unos meses antes.

El trabajo se tituló Tierra de Pinares, locución que hasta entonces nadie había utilizado y que hoy en día da nombre hasta a una autovía.

Fue mi padre, un paradigma como amante y defensor de la naturaleza, quien le pidió a Coronado que nos echara una mano poniendo un toque de calidad a la parte más literaria del trabajo de investigación.

Quién sabe si en aquellas tardes en que nos reuníamos junto a la ribera del Cega, Coronado pudo despertar en mí la vocación por la escritura y que derivó en mi posterior dedicación al periodismo.

Lo cierto es que aquel trabajo de investigación fue premio nacional Félix Rodríguez de la Fuente, a lo que sin duda contribuyó en gran medida la aportación de quien hasta entonces se sabía que tenía facilidad con el verbo y la pluma, aunque muy pocos fueran los que habían accedido a Las Glebas y El envés de la utopía.

 

Puedo decir que José Luis despertó en mí la curiosidad que debe acompañar al periodista como el zumbido al moscardón, que diría el maestro Gabriel García Márquez. Años más tarde después de aquel Tierra de Pinares, desembarqué en los madriles para estudiar Ciencias de la Información y disfrutar de cinco años de carrera universitaria, con momentos en los que tuve la fortuna de contar con Coronado como cicerone literario.

 

En esa época nos juntamos en la capital un grupo de jóvenes cuellaranos, todos un poco tagarotes, más que nada por la pobreza de nuestra hidalguía.

Ese grupo de imberbes, sin habernos sacudido aún el pelo de la dehesa, descubrimos el Madrid cheli de la post movida, el Madrid noctámbulo, noctívago y nocherniego diseñado por el viejo profesor Tierno Galván, acompañados de las lecturas de Francisco Umbral y de un Coronado al que ya conocían todos los gatos de Malasaña.

Por aquel entonces, nos gustaba siempre la noche más que a los cacos, como describe José Luis en una de las partes del libro que hoy presentamos.

 

Todavía recuerdo aquel día de San Antonio, en el que la colonia cuellarana nos reunimos en la Sociedad General de Autores para asistir a la presentación del disco del grupo Mosaico, del que formaba parte nuestro paisano Luis Gutiérrez El Guti. Tras pasar por la fiesta de San Antonio de la Florida bebiendo litronas de Mahou con Pippermint porque era bueno para la tensión, según nos dijo Chuchi Molinero, terminamos en el Elígeme del barrio de Maravillas, en una especie de jamm session improvisada con Luis Pastor, Elisa de la Serna, Joaquín Sabina y otros.

 

Recuerdo con especial cariño y enorme admiración casi todos los episodios vividos con José Luis González Coronado, como la tertulia compartida unos sanfermines en la terraza del Café Iruña, en la que dibujamos el perfil de Hemingway entre vapores de whisky. Y también aquel sábado de toros, delante de un pozo de limonada en la casa del abuelo de Alfonsito Rey, sacando nuestra vena más revolucionaria al compás de A las barricadas. O la cena en un restaurante debajo de la sede de la CNT en Tirso de Molina, en la que compartimos mesa y mantel con el dramaturgo y pensador zamorano Agustín García Calvo, quien se atizó todo un plato de lentejas.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

 

En cierta ocasión, en una de sus lecciones sobre literatura, me decía José Luis que todos los libros tienen una frase que lo justifican, un comienzo glorioso como éste de Cien Años de Soledad, o una descripción que nunca más podrás olvidar, como aquella de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, en la que se dice sobre la familia de Sánchez Mazas: “En esa casa, todos hablaban mal de todos. Y todos llevaban razón”.

 

No hay uno, sino varios episodios de Canción de Esquina, que sitúan a José Luis González Coronado a la altura de los grandes escritores españoles de los últimos 40 años.

 

Están esos auténticos combates dialécticos entre personajes, como son el comisario, el periodista, la viuda negra o el abogado. Son diálogos cargados de tensión, en los que se desprende toda una lección de psicología. “Yo es que a los maderos y a los curas, los huelo”, le dice un ex corresponsal de guerra devenido en hostelero al comisario de Policía. “A mí me pasa lo mismo con los macarras y la farlopa”, le responde la autoridad.

 

La venganza es el hilo conductor de la historia, con un protagonista que muestra su “afán empecinado de escarmiento, resarcimiento y desquite”. “La venganza”, dice en otro de los párrafos, “más que una serie de acciones programadas con un fin, se había convertido en un abrumador, contumaz y espeso estado de ánimo”.

 

La violencia de la novela queda plasmada en los cuatro tiros descargados contra una fotografía de Franco y en una expresión sin medias tintas: “A ver si de esta forma se llevan de aquí ya la jeta de mono de ese hijo de la grandísima puta”.

 

Cuando los tremendos diálogos quieren dar un respiro al lector mediante la descripción de situaciones, sale a la luz la excelencia expresiva del estilo literario de Coronado: “Desde la muerte de su mujer, los domingos eran para el comisario Buhigas una burbuja de abulia y televisión dentro de la cual se masticaba con dificultad y pereza el aire de su casa”.

 

Asombra el conocimiento de galeno que muestra el escritor al describir un status clínico: “Mi paciente entró aquí en estado de semiinconsciencia, con un cuadro de vómitos, diarrea, flujo nasal, lagrimeo, salivación y sudor excesivos, tos, incremento en la evacuación de orina, confusión, debilidad, mareos, un ritmo cardiaco acelerado y una altísima presión cardiaca. Una segunda exploración tras recuperar del todo la consciencia nos dio un cuadro de pupilas en punta de alfiler, dolor en los ojos, visión borrosa, vértigo, respiración agitada y confusión general”.

Coronado expresa aquí todo un cuadro como para darse por bien jodido.

 

De gases tóxicos, nos da una auténtica lección sobre sus nombres y sus consecuencias, desde los gases letales conocidos como el gas mostaza y la lewisita,  los agentes sanguíneos como el cianuro de hidrógeno, y los agentes nerviosos como el tabún, el sonan, el sarín y el VX.

 

Vamos, como para mear y no echar gota, como dirían en mi pueblo.

 

No sé si siguiendo la estela de Manuel Vázquez Montalbán y su Pepe Carvalho, Coronado también nos muestra su pasión gastronómica, con toda una lección del cocido elevado a la máxima potencia. En este caso, es el comisario quien se deshace en alardes culinarios sobre el origen zamorano de los mejores garbanzos del planeta, la importancia de la gallina para la obtención del mejor caldo sopero, la excelencia de los hielos para la ideal consistencia del repollo de invierno, el toque subliminal del comino en la feliz argamasa del relleno y la justa mixtura de las tres carnes en liza: las pechugas del ave, el morcillo de la vaca y el tocino sutil, la morcilla, el chorizo y la punta de jamón de cerdo.

 

En Canción de Esquina hallamos el relato de la lucha desigual de un individuo contra el sistema. Y en esa lucha desigual, me viene a la mente el buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de feliz recordación.

 

“Ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla”.

“Mire vuestra merced, que aquellos que allí se parecen, no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino”.

“Bien parece que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo, quítate de ahí y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla”.

Fiera y desigual batalla, la de Carlos Pueyo, el protagonista de Canción de Esquina, “cuya mente había ido arrinconando metódicamente las pasiones y los afectos de la vida corriente y los había sustituido por una contumaz y endemoniada obsesión por la venganza”.

 

Es después de esta venganza, cuando el hilo conductor de la historia de Coronado, “ya podría dejarse morir”.

 

No me cabe la menor duda de que José Luis González Coronado es digno heredero de la prosa de Francisco Umbral y de Miguel Delibes, cazador de palabras a rabo como ambos, y como este último enorme aficionado a la media veda de la codorniz y la tórtola, en jornadas compartidas con su buen amigo Jaime Madrigal, con quien coincide en la finura de la ironía y en una firmeza, en ocasiones extrema, de las convicciones y principios.

 

Unos meses después de esa obra maestra que es El rastro de la culebra, en la que se cuenta el devenir de la historia de España de los últimos 70 años, José Luis González Coronado vuelve a poner su obra frente al pelotón de los lectores, con un tema tan universal como es la venganza y el tomarse la justicia por su mano.

 

Amigo José Luis, como diría nuestro mozo de espadas del principio, en El Rastro de la Culebra estuviste superior con la muleta y colosal con el estoque. Orejas, rabos y patas. En esta Canción de esquina, armaste el expolio: superiorísimo y colosalísimo. Aclamaciones, flores y, espero, salida a hombros.

 

Muchas gracias a todos. Cedo la palabra a Ignacio Sanz, otro maestro del arte de birlibirloque con la palabra y uno de los autores segovianos de más amplia obra literaria, desde la novela hasta la etnografía. Sin duda, el mejor padrino que podría tener José Luis González Coronado para esta Canción de Esquina.

 

(*) Pablo Quevedo Lázaro es periodista.