Los duendes del hayedo 

cuento infantil

 

José Luis G. Coronado

 

A mi nieto Daniel

 

 

En el pueblo de Daniel hay un hayedo. Es un bosque que trepa majestuoso ladera arriba, acariciado por un arroyo cristalino que fluye desde las cumbres azules de la sierra. El agua de su corriente cambia de color con las estaciones porque es el espejo en el que se miran las copas de las hayas: es verde en primavera y en verano; en otoño, se vuelve roja, amarilla y marrón; y se hace blanca cuando el bosque se cubre con la camisa de nieve del invierno. El abuelo de Daniel dice que en los trocos huecos de las hayas viejas viven los duendes. Aunque habían ido al hayedo muchas veces con intención de verlos, nunca lo habían conseguido.

                -¿Cómo son los duendes, abuelo? –preguntaba Daniel.

                -Unos está hecho de viento –contestaba el abuelo-. Salen en las tardes grises del otoño y silban una canción que tiene muchas eses; los árboles lloran la fuga de sus hojas y el temblor de las hayas forma un coro de susurros tristes con las ramas del brezo, de la jara y del romero.

                -¿Todos los duendes son iguales?

                -¡Qué va! –respondía el abuelo-. Hay también duendes de luz que salen en verano, cuando las hojas de las hayas impiden el paso del sol y al frescor de la umbría vienen a refugiarse los petirrojos, las tórtolas, las cornejas, los mirlos y los jilgueros. El duende entonces se viste de rayo blanco, se cuela entre la fronda y todo el bosque se ilumina con un brillo radiante y un polvo mágico.

               

 

Un día de noviembre, Daniel y el abuelo fueron a ver si encontraban al duende del viento. El pueblo olía a los primeros fuegos y el humo de las chimeneas huía raudo entre las tejas. Cuando llegaron al hayedo, las hojas del suelo bailaban una danza frenética y los grajos emitían en lo alto sus graznidos negros. Parecía como si todo el bosque estuviera enredándose en una algarabía de colores y ruidos. El viejo pino crujía y llovían los frutos maduros de las hayas rebotando en el suelo. Para protegerse, el abuelo y el nieto se sentaron al abrigo de una roca musgosa y esperaron. Olía a espliego. Poco a poco, fue aumentando el fragor silbante y despavorido de la ventolera. Las ráfagas turbulentas iban y venían, mezclándose entre sí. De pronto, el chopo más alto del arroyo se dobló casi por la mitad y lanzó un primer lamento quejumbroso; le contestó una encina batiendo su ramaje y echando al aire su carga de bellotas. Las zarzas se enredaban entre si mostrando sus uñas afiladas y todas las hierbas se inclinaban para defenderse pegándose al terreno.

                -Hoy puede que veamos al duende del viento –anunció el abuelo.

                Daniel tenía la nariz roja y los ojos inquietos encima de la bufanda. Su mirada repartía la impaciencia entre las hayas esperando el milagro de ver aparecer al duende detrás de algún recodo. Pero no veía nada; tan sólo el vuelo enloquecido de las hojas ocres, amarillas y rojas que se agitaban sin rumbo alrededor de los troncos. El viento rugía como si quisiera derribarlo todo. La rama vieja de un haya crujió siniestramente al quebrarse, se abatió desgajándose contra las otras ramas y se hizo leña al estrellarse contra el suelo. El abuelo tocó a Daniel en el hombro, le indicó un lugar junto al camino y le susurró emocionado:

                -¡Ahí está, Daniel, ahí está el duende del viento!

                Daniel miró donde señalaba el abuelo y tan sólo vio un montoncito de hojas que se levantaba y empezaba a dar vueltas. Siguió mirando. El tropel de hojas se fue haciendo más grande mientras giraba sobre si mismo como una peonza desquiciada. Todo fue muy rápido: la columna de hojas crecía, se elevaba y se retorcía cada vez con mayor arrebato. Iba directamente hacia ellos. El abuelo se pegó a la roca y abrazó a Daniel sujetándole con fuerza. Cuando pasó a su lado, la columna era ya una torre de polvo y de hojas que bramaba como un enorme espantajo enfurecido. Fue todo muy rápido, pero Daniel se acordará siempre de haber podido ver, aunque hubiera sido tan sólo un instante, al duende del viento. Cuando el rugido se fue alejando, salieron de su escondite y se asomaron para seguir al duende con la vista. Pero el duende se iba haciendo cada vez más pequeño a medida que trepaba la ladera y al llegar arriba se deshizo blandamente esparciendo en todas direcciones su botín de polvo y de hojas secas.

 

 

                Durante el invierno, Daniel y el abuelo apenas habían ido un par de veces por el hayedo porque, con la nieve, se hacía muy difícil andar. Fue necesario esperar hasta la primavera para intentar de nuevo la aventura de los duendes. Pero la primavera transcurrió sin más novedad que el espectáculo glorioso de ver como, de nuevo, las hayas se vestían con sus ropajes verdes y el arroyo crecía entusiasmado con los aportes cristalinos del deshielo. Por todas partes crecían brotes nuevos y flores en las plantas; los pájaros se perseguían estridentes celebrando sus bodas. En primavera, el hayedo estaba todos los días de estreno, por eso, los duendes se resistían a salir y permanecían dormidos en los cálidos huecos de los troncos secos.

 

Cuando llegó el verano y las vacaciones en la escuela, reanudaron en secreto su aventura. El abuelo había dicho a Daniel que ese era el tiempo bueno para poder ver los duendes de la luz y poder escuchar al duende del silencio. Para el primero, era necesario que las hayas estuvieran tupidas del todo, que sus hojas formaran una carpa perfecta, de manera que el suelo del bosque estuviera en una sombra tan densa que les obligara a hablar en voz baja, como si estuvieran en la iglesia. Para poder sorprender al duende de la luz era preciso encontrar los sitios adecuados: esos lugares hechizados en los que el sol, en su camino diario hacia poniente, hallara un resquicio por el que poder colarse. Ocurrió el veinticuatro de julio, víspera de Santiago. Estaban sentados en una piedra al borde del agua. Daniel se entretenía mirando el delicado pespunte de los zapateros, el acrobático vuelo de las libélulas y el oscilante nadar de los gusarapos. El mirlo silbaba cerca, oculto entre las zarzas y torcaz zureaba invisible desde la copa de algún haya. El rumor del arroyo mantenía su interminable y monótona charla saltando entre las piedras y nada parecía que fuera a cambiar el orden de las cosas. Pero fue allí, en el agua, donde observaron los primeros reflejos de plata. El abuelo alertó a Daniel.

-¡Atento, chico, creo que el duende de la luz se acerca!

Y así fue. El sol, en su camino hacia la tarde, había encontrado un agujero por donde colarse y había lanzado un haz de rayos contra la umbría. Una luz blanca que no dejaba sombras iluminó el hayedo y todo quedó envuelto en una atmósfera mágica. Era como el reflejo prodigioso de una escarcha encantada. Miraron hacía el claro por el que se filtraba la luz y casi tuvieron que cerrar los ojos. Una catarata de fuego impedía distinguir el perfil de las cosas y millones de puntos luminosos flotaban en el aire como una lluvia de oro. De pronto, algo que parecía un ave fabulosa cruzó el claro a toda velocidad dejando tras de si una estela radiante. Fue cosa de segundos: el ave encantada pareció que rasgaba con su vuelo el entorno de plata y deshacía en diminutas burbujas rutilantes el resplandor del claro. Cerraron los ojos y, al abrirlos, la umbría había vuelto a ser la dueña del hayedo. Daniel y el abuelo se quedaron en silencio. Cuando todo volvió a su estado anterior, preguntó el abuelo:

-¿Te ha gustado el duende de la luz?

Daniel, todavía emocionado, asintió con la cabeza y contestó:

-¡Si, abuelo. Me ha gustado. Me ha gustado mucho!

 

 

Quedaba mucho verano por delante y ya habían cumplido su deseo con los duendes. El abuelo parecía pensar en nuevas aventuras. En el camino de vuelta, cuando ya estaban a punto de llegar a casa, detuvo a Daniel y, como si estuviera desvelándole un secreto, le reveló:

-Como ya conoces a los duendes, mañana, cuando volvamos al hayedo, te enseñaré a pescar.